El día que el béisbol cubano ignoró a Ken Griffey Jr.

Por lo menos desde 1990, aquella fue la primera vez que Griffey Jr., el tipo de los 13 All-Star Games y diez Guantes de Oro, resultó ignorado en un estadio
Ken Griffey Jr., Cuba, béisbol
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LA HABANA, Cuba.- Cuando Ken Griffey Jr. vino a Cuba, mi amigo Franklyn Reyes (Dios lo tenga en la gloria) me pasó un SMS que todavía agradezco.

-El hombre va a pasar en un rato por la Peña del Parque Central.

Fue leer el mensaje y mandar todo al carajo. En ese justo instante nada podía darme más satisfacción que estar a medio metro del mejor pelotero que había visto, con perdón de Barry Bonds, Alex Rodríguez y Mike Trout. Así que me fui allá, feliz y descuidado.

En efecto, Griffey Jr. se apareció en el parque. Vestía una camiseta blanca de algodón, llevaba una Nikon llamativa y se hacía acompañar por el ex torpedero Barry Larkin, exaltado al Salón de la Fama en 2012; el otrora lanzador Joe Logan, de los Expos; y la estelar Natasha Watley, campeona olímpica de softbol.

Barry Larkin y Ken Griffey Jr. en La Habana. (Foto: Captura YouTube / On Cuba)

Al llegar a la ruidosa muchedumbre que suele reunirse en el lugar, la cortina de hierro informativa hizo el trabajo y la mayoría pensó que se trataba de un turista cualquiera. Grande y fuerte, pero turista al fin. Lo que pasa es que siempre hay un ojo que te ve, y de pronto se oyó un “Oh my God, I can’t believe it” en aceptable inglés.

Alguien había reconocido al Natural, el tipo de los 13 All-Star Games, diez Guantes de Oro y siete Bates de Plata. “Nosotros no te vimos jugar en tus tiempos, Ken, pero te admiramos y sabemos de tu grandeza”, admitió aquel muchacho con los ojos encharcados.

Entonces… la locura. Todo el mundo quería tocarlo, abrazarlo, tirarse una selfie o pedirle el autógrafo. Griffey lucía sorprendido en un océano de gente que le hacía la más entusiasta de las cortes, regalaba sonrisas y ponía su firma en toda clase de papeles que le daban.

Prensa hubo muy poca. Poquísima. Alguna agencia extranjera que mandó a su fotógrafo (el buenazo de Franklyn incluido) y este cronista que a la primera oportunidad que tuvo se acercó a Junior para preguntarle su agenda de trabajo en La Habana.

Ken Griffey Jr. y Michel Contreras en La Habana. (Foto del autor)

Enterado del programa, al día siguiente partí rumbo a los terrenos de Ciudad Libertad. Allí Griffey y su séquito (si es que Larkin puede ser considerado parte de algún séquito) iban a realizar una donación de implementos e impartir una clínica a los niños. Para mi complacencia, otra vez la prensa estaba ausente, dejándome el sagrado privilegio de la exclusividad.

“Disfruten del juego”, repetía la estrella a través del intérprete. “No pueden dejarse ganar por el desinterés ni la falta de voluntad”.

Los pequeños lo miraban como a un padre recién conocido. “El pelotero tiene que comportarse como si tuviera puesta una corbata, erguido y con elegancia”, les dijo y a seguidas predicó con el ejemplo: esto es, empezó a dar los jonrones más largos de este mundo sin perder nunca la postura en el home plate, en infinito alarde de balance y armonía.

Ken Griffey Jr. con niños peloteros cubanos. (Foto: Captura YouTube)

Después de eso a la comitiva solo le restaba asistir a un partido de la Serie Nacional entre Industriales y Artemisa. El juego estaba señalado para los lejanos predios del estadio “26 de Julio”, y si hasta ese momento la visita había sido ninguneada con delirio por un periodismo platanero y unas autoridades beisboleras insalubres, allá la cosa rebasó todos los límites.

Yo di cuenta del disparate en una crónica que titulé “El inning de la vergüenza”. Griffey, Larkin y los otros llegaron a las gradas, se acomodaron como pudieron en un irrisorio reservado y los fanáticos comenzaron a preguntarse quiénes eran. Se había especulado con la posibilidad de que Junior hiciera el primer lanzamiento del partido, pero alguien se opuso desde la frialdad de una oficina.

En el texto de marras, escribía “Pasó el primer capítulo, pasó el segundo, y la amplificación local nada decía. A todas luces alguien había ordenado silenciar el acontecimiento, y la gente seguía sin saber que allí estaban dos tipos legendarios. Presente en las tribunas, Rey Vicente Anglada hizo gestiones para que se desvelara el estúpido secreto, y al rato regresó con un esperanzador mensaje. ‘En el quinto; tal vez lo digan en el quinto inning’, reveló”.

Sin embargo, jamás ocurrió. A la altura del quinto el audio se limitó a llamar urgentemente al jefe de transporte de Bahía Honda (¿?), y un cuarto de hora más tarde los ilustres recogieron sus pomos de agua y sus mochilas. Bye Bye.

Por lo menos desde 1990, aquella fue la primera vez que Griffey Jr. resultó ignorado en un estadio. La rigidez mental y la descortesía se habían aliado para pasar por alto tanta gloria, y a la salida del estadio —por puro y elemental bochorno— no me atreví a pedirle declaraciones a ninguno de los norteamericanos.

Han pasado diez años exactos y ese día sigue estando en mi antología del despropósito cubano. “Fue como si Plácido Domingo pasara inadvertido cuando asiste al estreno de una ópera, o como si nadie en todo el cine reparara que en la segunda fila —las manos repletas de palomitas de maíz— se sienta Woody Allen”.

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