HARRISONBURG, Estados Unidos. – ¿En qué fibras fueron moldeados esos hombres y mujeres que a pesar de sufrir numerosos obstáculos y pérdidas continuaron dispuestos a hacer nuevos y hasta más altos sacrificios por la Patria?
Porque se requiere tener mucho temple para continuar dándolo todo por la justicia y la libertad cuando la adversidad parece cerrar todos los caminos.
Esos pensamientos los he tenido al evocar a Amalia Simoni Argilagos, quien falleció el 23 de enero de 1918, hace hoy 105 años.
Un amor fugaz en lo terreno, eterno en lo inmarcesible
Cuando se habla de Amalia se enfatiza en su relación amorosa con Ignacio Agramonte. Se encomia, por ejemplo, ese amor que se aprecia en la encendida correspondencia que ambos jóvenes sostuvieron cuando todavía Ignacio era un estudiante de Leyes en la Universidad de La Habana. Ese mismo amor está presente en las cartas que ambos intercambiaron apenas iniciada la Guerra de los Diez Años, cuando Ignacio se fue a la manigua para luchar por la libertad de Cuba, aunque en ellas está también presente un vigoroso patriotismo. Pero hay otros hechos que sirven para mostrar facetas poco conocidas del carácter de Amalia Simoni.
Se sabe que cuando el Dr. Simoni se opuso tenazmente a su relación con Ignacio, aduciendo que este era menos adinerado, Amalia persistió en su decisión hasta que al fin ambos jóvenes contrajeron matrimonio el 1 de agosto de 1868.
Tres meses y tres días después se produjo el alzamiento de Las Clavellinas, donde varios patriotas camagüeyanos decidieron tomar las armas en contra de la metrópoli española. Entre ellos estaba Ignacio Agramonte y Loynaz.
Para entonces Amalia ya estaba embarazada de su primer hijo, Ernesto Agramonte Simoni.
Como todo régimen represor, el colonialismo español ejecutó numerosas acciones con el fin de extirpar de raíz el grito libertario surgido en La Demajagua y extendido a las llanuras camagüeyanas. Entre ellas estuvieron la vigilancia y el acoso constante a las familias que tenían a alguno de sus miembros en las filas insurrectas, a las que también sumaron la confiscación de sus bienes.
En el caso de la familia de Amalia el esposo de su hermana Matilde también era insurgente y eso hizo que el cerco represivo se hiciera sentir sobre estas personas. Esa fue la razón por la cual el padre de Amalia decidió abandonar Puerto Príncipe y trasladarse hacia la hacienda La Matilde.
Hasta ese lugar iba Ignacio Agramonte para encontrarse con su esposa cada vez que las circunstancias de la lucha lo permitían, pero la vigilancia y el hostigamiento también llegaron hasta allí, siendo esa la razón por la cual El Mayor decidió trasladar a la familia hacia Sierra Cubitas.
Desde ese momento Amalia se vinculó a la vida del Ejército Libertador sirviendo como enfermera en los hospitales de campaña.
Lamentablemente, el 26 de mayo de 1870, cuando todavía era muy pequeño su hijo mayor y estaba embarazada por segunda vez, Amalia fue apresada en la manigua por el ejército español. Se cuenta que un oficial español le dijo que le escribiera una carta a Ignacio pidiéndole que renunciara a la lucha. Su respuesta vuelve a ofrecernos otra pista sobre su carácter: “Primero me dejo cortar una mano antes que escribirle a mi esposo para que sea un traidor”.
Poco tiempo después la familia Simoni tuvo que abandonar Cuba y partir hacia el exilio. Allí Amalia supo de la muerte de su esposo, ocurrida el 11 de mayo de 1873 en la batalla de Jimaguayú. Ante el temor de un ataque de las fuerzas mambisas para tratar de recuperar el cuerpo del insigne jefe militar las autoridades españolas decidieron quemar el cadáver.
¿Qué pensamientos pudieron ocupar la mente de esta mujer lanzada al exilio, viuda y con dos hijos pequeños? ¿Qué sentimientos afloraron en su alma al saber que ni siquiera podría ir a la tumba de su esposo para rendirle tributo? Es imposible saberlo, lo que sí se sabe es que al conocer la noticia Amalia dijo: “Parece que cuando una tiene hijos ama más la libertad”.
Su vida después de la muerte de Ignacio Agramonte
Luego de su estancia en Yucatán, la familia Simoni partió hacia Estados Unidos de América y se estableció en la ciudad de Nueva York. Allí Amalia obtuvo la ciudadanía estadounidense el 13 de junio de 1881.
Terminada la Guerra de los Diez Años las autoridades españolas le permitieron a Amalia regresar a Puerto Príncipe. Allí vivió hasta que estalló la llamada Guerra Necesaria, organizada por José Martí. Entonces tuvo que partir nuevamente al exilio.
Está registrado que Amalia poseía excelentes cualidades vocales y que se desempeñó como soprano en Estados Unidos, donde la crítica la consideró como una de las mejores cantantes líricas de su tiempo. Gracias a su talento Amalia organizaba conciertos para recaudar fondos destinados a la lucha por la independencia de Cuba.
Obtenida la independencia Amalia regresó a Cuba y se estableció en La Habana, donde también se dio a conocer por su oposición a la Enmienda Platt y a la permanencia de las tropas estadounidenses en la Isla.
Cuando le ofrecieron una pensión por ser la viuda de Ignacio Agramonte su respuesta fue tajante: “Mi esposo no peleó para dejarme una pensión, sino por la libertad de Cuba”.
Amalia pidió ser enterrada junto a su padre en su natal Camagüey, en el mismo camposanto donde se rumora que las autoridades españolas esparcieron las cenizas de su esposo. La voluntad de la patriota se cumplió en 1991.
Si Martí afirmó que Agramonte fue un diamante con alma de beso, podría decirse que Amalia tuvo un alma de acero. Ninguna circunstancia logró que se marchitara el amor que siempre sintió por Ignacio ni por la libertad de la Patria.
Tuve la suerte de visitar la Iglesia donde ambos jóvenes formalizaron su matrimonio y ver la inscripción que recuerda el acontecimiento, ocurrido el 1 de agosto de 1868. Puedo asegurar que entre los muchos hermanos de Iglesia con los que conversé sobre este particular el amor de esta pareja alcanza resonancias extraordinarias.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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