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La campana de Pávlov

José Hugo Fernández

LA HABANA, Cuba, noviembre (www.cubanet.org) - Si ahora mismo alguien se propusiera atacar impunemente a un individuo o ejercer cualquier tipo de presión física contra él, en la esquina más céntrica de La Habana y ante la vista de cientos de testigos, sólo tendría que advertir en alta voz: “Que nadie se meta, este es un contrarrevolucionario”. La simple admonición será suficiente para que lo dejen consumar sin estorbos su fechoría.

Es algo que sabemos desde hace mucho y que, además, tuvimos la oportunidad de confirmar recientemente, cuando en plena vía pública, en el Vedado, esbirros al servicio de la policía política secuestraron y golpearon a dos mujeres y un hombre (bloggers indefensos), sin que nadie entre la multitud de transeúntes se atreviera más que a mirar desde lejos y en silencio, debido a la advertencia.

La conclusión más fácil que sugiere esta actitud de indolencia y aun de  complicidad masiva ante un atropello tan desvergonzado, es que la gente no reacciona por causa del miedo. En rigor, es lo que siempre se ha dicho sobre la desidia con que los cubanos dejamos pasar los abusos y las violaciones que nos impone el régimen. Pero ojalá que el único condicionante fuese el miedo.

Tal vez el miedo (que es natural y hasta comprensible, si lo asumimos como resultado de una perturbación angustiosa del ánimo entre las personas) no pondría tan abiertamente en evidencia nuestras limitaciones como humanos normales.

Es un hecho comprobado, y comprobable, que el pueblo cubano no es más ni menos cobarde que cualquier otro. Sin embargo, difícilmente en ningún otro sitio de la tierra resulten tan corrientes como aquí tales demostraciones de apatía general (ni un gesto, una recusación, o una menuda súplica de piedad) ante actitudes delictivas como esa que se perpetró en el Vedado hace pocos días. 

La lógica más elemental indica que no todas las personas que presenciaron la represión sufrida por los bloggers eran por igual cobardes, que no todas se inhibieron de intervenir por simple miedo a la posibilidad de recibir algún pescozón.

Mucho más que al miedo (aunque con el miedo como condimento) cabría  acreditar el origen de tan bochornosa ausencia de civilidad a una especie de reflejo que, pacientemente, manipulándonos con los truculentos mecanismos que le son propios y haciendo uso de todos los medios a su alcance, que son todos, la dictadura se ha dedicado a condicionar en nuestras mentes durante decenios.

Los reflejos condicionados no se mueven con el raciocino, menos aún con los sentimientos, no precisan reconocer otro sentido que no sea aquel que actúa como vehículo para enviar al cerebro el único estímulo que les servirá de palanca. No en balde se expresan de idéntica manera en las personas y en los animales. Tampoco parece gratuito que tal reacción ejemplifique con exactitud nuestro comportamiento ante los desmanes del régimen. 

El neurólogo ruso Iván P. Pávlov desarrolló la teoría del reflejo condicionado luego de observar que la salivación provocada en los perros por el olor de la carne podía producirse igualmente con una campana que, primero, sonara al tiempo que se le mostraba la carne, pero más tarde, una vez que el perro se acostumbró a escucharla, prescindía del alimento sin dejar de provocar el mismo efecto.

Algo muy semejante puede observarse entre nosotros. El estímulo que recibimos al escuchar la advertencia “este es un contrarrevolucionario”, actúa como la campana de Pávlov. No será necesario que los esbirros muestren cuán poco nos conviene manifestarnos a favor de sus víctimas.

Para conseguir que nos babeemos con la saliva del instinto de conservación basta con una frase.

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