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La caída del muro

Miriam Leiva

LA HABANA, Cuba, noviembre (www.cubanet.org) – Hoy, 9 de noviembre, se conmemora el XX aniversario de la caída del Muro de Berlín, que marcó el fin del campo socialista y la Guerra Fría. En Cuba, las noticias fueron distorsionadas, pero las declaraciones y la propaganda oficiales no podían soslayar la gran sorpresa y el desconcierto. El gobierno daba por sentado que un sistema “tan perfecto” y poderoso sería eterno y desbancaría al capitalismo.  La llamada revolución cubana se prolongaría infinitamente, con derroche de los recursos financieros y materiales que durante tres decenios permitieron todos los antojos del máximo poder, sobre todo el fomento de las guerrillas, la subversión y las gloriosas guerras en el extranjero. 

No había que acumular riquezas, diversificar la industria y la agricultura, ni liberar las capacidades creativas de los ciudadanos. En Cuba todo tenía que ser a escala de competencia con Estados Unidos, aunque el país siguió siendo mono productor y exportador. A diferencia de los “nefastos” tiempos del neocolonialismo, ser mono productores ahora era bueno y se debía  a la especialización productiva del Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME O COMECON). El azúcar se vendía a precios preferenciales, por encima del mercado mundial, a cambio de petróleo soviético,  y así sucesivamente. Se llegó a los extremos de enviar a la República Democrática Alemana (RDA) levadura de torula a cambio de leche en polvo. Todavía se recuerdan las grandes fábricas dispersas por el país, que nunca llegaron a montarse, y se echaron a perder a la intemperie, como las de tableros de bagazo llegadas de Polonia.

Tampoco entonces se pagaba, y abundaban las  renegociaciones permanentes de créditos.  Cartas y delegaciones de allá para acá y de aquí para allá; reuniones de alto nivel para exigir más ayuda desde La Habana, pero el mercado nacional nunca se abastecía convenientemente. Las visitas de los primeros secretarios de los partidos comunistas, o los presidentes, eran antecedidas por grandes embarques de productos, vendidos en las tiendas, como ocurriera con la del gran amigo Erich Honecker.  Jóvenes cubanos fueron enviados a trabajar a Hungría, Checoslovaquia y la RDA, para conseguir ingresos adicionales para el gobierno. Afortunadamente, los muchachos también recibieron entrenamientos, aunque no pudieron utilizarlos al regreso.

En aquellos tiempos, aun se adecentaban los edificios y se arreglaban las calles por donde pasarían las delegaciones invitadas a los congresos del Partido Comunista de Cuba y otras festividades nacionales e internacionales. Había reservas en los almacenes y hasta algunas en los escaparates familiares. 

 

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