Una pelea cubana contra dos demonios
Frank Correa
LA HABANA, Cuba, marzo (www.cubanet.org) - En el último medio siglo dos problemas han asolado a los cubanos como fantasmas: el transporte y la gastronomía.
La escasez de combustible y la imposibilidad de comprar autos obliga a la gran mayoría a esperar el tiempo que sea en las paradas, igual que la economía insuficiente y los desabastecimientos de alimentos convierten en tortura todo lo que tenga que ver con la cocina.
Es cierto que con la adquisición de modernos ómnibus de procedencia china y la reestructuración de la red de viajes en Ciudad de La Habana, ha mejorado el servicio, por lo menos para las zonas de circulación vital y concentraciones poblacionales priorizadas, pero como casi siempre sucede, la solución de un problema acarrea otros colaterales.
Hace poco abordé un moderno Yutong articulado que dobla en su capacidad a los anteriores Mercedes Benz, y quedé enclaustrado junto a la puerta, contra el cristal del parabrisas. Estos modernos ómnibus no tienen conductor y se ha recurrido a la antigua alcancía. Los pasajeros subían y miraban sigilosos el artefacto. Como no eran asediados como antes por el conductor, se escurrían en el pasillo esquivando el pago.
El chofer atendía el timón y de vez en cuando exclamaba:
-¡No escucho sonar la alcancía!
Luego de varias paradas alguien dijo:
-Es que la gente se acostumbró al conductor. Ahora va a ser muy difícil convencerlos de que paguen por ellos mismos.
Otro refutó:
-Ahora ya nadie puede mojarse. Todo el dinero va para la empresa.
-¿Qué dinero? –preguntó el chofer con desgano-, la recaudación está en el piso. Lo que se ahorran en conductores se está perdiendo con la alcancía.
En ese momento un ruido sordo se escuchó y arrancó la carcajada colectiva. Alguien se había dignado a pagar. Recordé el pasado, cuando las alcancías eran obligatorias en todos los ómnibus y cómo los estudiantes introducían en ellas toda clase de artilugios, desde arandelas hasta chapas de botellas aplastadas. Va a hacer falta mucha propaganda y sembrar en la conciencia colectiva nuevamente el hábito de pagar.
El resto del trayecto fue lo mismo. El chofer exigiendo el pago de la tarifa y la gente esquivándolo.
Cuando bajé del ómnibus me encaminé a un restaurante que, según la propaganda, ofrece un excelente servicio. La cola que encontré era larga, pero a cualquier lugar que me aventurara iba a ser lo mismo. Pedí el último. A la media hora no había salido nadie. Desde mi sitio se escuchaba a un hombre cantando muy alto y sin acompañantes, a pesar de que el lugar tiene aire acondicionado y estaba completamente cerrado. Miré a través del cristal. Todos estaban muy felices comiendo y escuchando al cantante, que se deslizaba entre las mesas y estiraba las manos con ademanes líricos sobre las cabezas de los comensales.
-¿Hay que comer con ese escándalo? –preguntó una señora que también pegó la cara al cristal para mirar.
-Era un cantante famoso –dije -, ahora está hecho talco.
-Parece más un loco que un cantante –dijo la mujer.
Volvimos a nuestros puestos en la cola y al rato el hombre dejó de cantar. Lentamente comenzaron a salir personas y luego de otra media hora se asomó una camarera y dijo:
-¡Cuatro!
Al rato llamó: dos y después: cuatro más. Así fui acercándome a la puerta. Al entrar me encontré un deprimente espectáculo. Los manteles sucios. No había carta. El menú fue tomado por una camarera desaliñada que parecía hacernos el favor de atendernos.
-Lo único que queda es pizza –dijo.
-¿Qué hay para bajarla?
-Agua de la pila. Refrescos allá afuera. De pomo y de lata, en moneda dura.
Cuando dijo moneda dura pensé que lo que iba a comerme allí, como era en moneda blanda, no tendría sentido. Y en efecto, aquella pizza era un chasco. Una amalgama de harina con sal y queso sospechoso salpicado con una salsa oscura y con ligero sabor a tomate. Arrepentido del tiempo y el dinero gastado inútilmente, le eché otra ojeada al lugar. Mis ojos se encontraron con los ojos cansados del viejo cantante, que permanecía sentado en una mesa al fondo del local y parecía reposar el almuerzo. Estaba barbudo y despeinado, tal vez hiciera su trabajo todos los mediodías allí, por una pizza y un vaso de agua.
No pude comerme aquello. Salí con un gran vacío en el estómago, nuevamente al calor de la parada y a enfrentarme con ese otro demonio articulado. |