19 de febrero de 2008

Cuba: sentido de nación

JOAQUIN ROY

La Habana -- A punto de cumplirse medio siglo desde el triunfo de la revolución cubana, debe pasarse balance acerca de las causas de esta impresionante supervivencia, sobre todo teniendo en cuenta los también revolucionarios acontecimientos de ese tiempo. En las dos últimas décadas se desintegró la Unión Soviética, se produjo el ataque del 11 de septiembre, y la invasión y ocupación de Irak. No deja de ser sorprendente, o digna de atención, la permanencia del régimen castrista. Es la hora de preguntarse por las razones.

A mediados de los noventa, durante la investigación de mi libro sobre la lamentable ley Helms-Burton, entrevisté a un experimentado embajador británico que había servido a Su Majestad británica y los contribuyentes del Reino Unido, durante cuatro años en La Habana. Los británicos no son de mucho fiar cuando tienen un interés preciso o vital en un tema. Son rigurosamente objetivos en los terrenos que no les afectan íntimamente. Son significativamente geniales en establecer normas y procedimientos lúdicos y parlamentarios. De ahí que hayan sido británicos los mejores historiadores sobre España; por eso son los inventores de las inalterables reglas del fútbol, aceptadas en todo el planeta.

Le pedí a ese diplomático que me hiciera un ranking de las tres o cuatro razones de la supervivencia del castrismo, que ya entonces se aproximaba a cumplir cuatro décadas. La respuesta fue contundente. En primer lugar, que la revolución cubana fue ''hecha en Cuba'', como rezan las etiquetas de numerosos productos que así reclaman su excelencia. En otras palabras, que no fue impuesta por los blindados soviéticos. En segundo lugar, la supervivencia se debía a la irrepetibilidad del líder, ejemplar único en la historia latinoamericana, y a la altura de los principales protagonistas mundiales del pasado siglo XX. En tercer y cuarto término, el embajador adujo que el mérito también se debía extender a Estados Unidos, en cuatro décadas, y la Unión Soviética, en tres, por ese orden.

Desde entonces he estado sondeando esa explicación y el ranking de causas de la resistencia del régimen de La Habana. Las opiniones se muestran divididas acerca del crédito debido a la Unión Soviética (ahora borrada del mapa moral de Cuba). Surgen desacuerdos sobre la culpa de Washington en aupar al régimen castrista con la errónea política del embargo. La personalidad de Castro levanta pasiones y su labor es ensombrecida por diversos sectores del exilio, que centran todo el ''mérito'' en el implacable sistema político que deja pocos resquicios para cambios.

Pero una mayoría abrumadora de observadores, tanto en Cuba como en la diáspora, se muestran de acuerdo en atribuir el lugar de honor de la interpretación de la supervivencia al sentido nacional del proyecto. Para unos se convirtió en razón de su existencia. Para otros se transformó en objetivo de destrucción por haberse desviado del espíritu inicial.

El balance muestra una evolución. Un país se había consolidado nacionalmente durante su primer medio siglo, convirtiéndose al mismo tiempo en más ''norteamericano''. Se pasó a uno que se empeñó en ser esencialmente cubano, donde hoy la desaparición de la ''protección'' soviética se ve con poco disimulado alivio.

Significativamente, la huella de la presencia colonial española se reforzó positivamente mediante la inmigración, y se convirtió ulteriormente en imborrable nostalgia familiar desde el 59. El abuelo gallego es un emblema inamovible. Junto a la impronta norteamericana y española, el sustrato africano (que se intentó difuminar mediante la inmigración europea) se fundió con el nuevo sentido nacional.

Esta identidad nacional es compartida por el régimen y la Cuba real, tanto allí como en el exilio, en unas muestras sutiles pero comprobables. No se sabe bien dónde se canta con mayor convicción el himno nacional (incluso en fragmentos tan lamentables como los del resto de las repúblicas latinoamericanas). La entonación de ''morir por la patria es vivir'', de inspiración horaciana (dulce et decorum est pro patria mori) es idéntica en La Habana y en Miami. La omnipresencia de la bandera es igual en la Calle Ocho, emblemático centro del exilio cubano, que en la Plaza de la Revolución, antes Plaza Cívica, y mucho antes ''loma de los catalanes''. Gemela es la reverencia (rayana con la santificación) por José Martí en las dos Cubas.

Ahora, ¿qué quedará de la revolución, en el caso de un cambio de régimen, por lento o inexorable que sea? La respuesta reside en la seña de identidad que, más que el régimen totalitario y opresivo, define en última instancia el proyecto revolucionario (reverenciado o vilipendiado): la nación. El mérito, paradójicamente, se deberá a la primera explicación para la supervivencia del sistema fundado en 1959: fue hecho en Cuba.

jroy@miami.edu

Catedrático Jean Monnet
y dtor. Centro

Unión Europea, Universidad
de Miami.

 

 
 
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