11 de febrero de 2008

La Cuba que yo amé

RODOLFO A. WINDHAUSEN

Para quienes crecíamos en la Argentina de los años 50, Cuba era algo más que el nombre de una isla lejana: era una presencia tangible que evocaba no sólo un trópico misterioso sino también una música que estaba por todas partes.

Cuba era una muchacha morena llamada Celia Cruz que fue a cantar de muy jovencita a Buenos Aires con La Sonora Matancera y tuvo un éxito tan clamoroso como aquellas célebres rumberas que veíamos de niños en las pantallas de los cines junto a astros y comediantes argentinos y que identificábamos con la música cubana: Blanquita Amaro y Amelita Vargas, cuyos nombres y figuras esculturales llegaron a ser tan populares como los de las nativas Zully Moreno o Laura Hidalgo.

Como habían sido popularísimos Ernesto Lecuona y sus Lecuona Cuban Boys, que actuaban en el elegante Alvear Palace Hotel, en las radios junto a orquestas de tango y en la incipiente televisión que manejaba otro cubano, Goar Mestre.

Cuba era también la parada obligada de la gran actriz española María Guerrero, que hacía temporadas en La Habana antes de trasladarse a su amada Buenos Aires, a la que donaría luego esa joya arquitectónica que es el Teatro Nacional Cervantes.

Cuba era la Orquesta Aragón, Olga Guillot (a quien se llamaba en las radios argentinas ''La reina del bolero'' mucho antes que en su país de origen), la Burke, y cientos de otros artistas cubanos cuyos discos rivalizaban en ventas con los de Gardel y los de las grandes orquestas típicas de los años de oro de la música rioplatense.

Eran también cubanos otros artistas menos conocidos pero no menos meritorios, como el dúo Marfil-Morales (luego cambiado a Marfil-Valencia) que llegaron a muchas provincias del interior, entre ellas Mendoza, donde dejaron memorables registros discográficos que hoy son joyas imposibles de encontrar.

Pocos cubanos saben hoy que la legendaria orquesta de Don Aspiazu anduvo por el Río de la Plata ya en los años 30 del siglo XX, cuando puso de moda la rumba, ritmo que suele aparecer aún en viejas películas argentinas de la época.

Esos --y tantos otros que mi memoria ya no alcanza a detallar-- eran los embajadores del arte cubano en tierras rioplatenses; embajadores que ni los cubanos más memoriosos alcanzan a valorar en su dimensión de diplomáticos del son, del cha-cha-chá, del mambo y de la guaracha.

Eran, como Benny Moré, cuyos discos escuchábamos en mi infancia con devota admiración, figuras casi míticas, cuya popularidad se veía reforzada por los locutores argentinos de la época.

La influencia de Cuba en el Cono Sur de América era un hecho cultural que pocos han medido en su justa dimensión. No se ha escrito todavía esa historia, que incluiría a las orquestas cubanas que animaron revistas musicales en los principales teatros argentinos y actuaban en cabarets que les recordaban al Tropicana.

De esa Cuba imaginada no podíamos menos que enamorarnos los niños y adolescentes de la época, bombardeados constantemente por la radio, la televisión, los bailes de barrio y los discos con la proliferación de una cubanidad expansiva y arrolladora. No sólo era la fuerza de los ritmos, sino también el empuje de sus danzas, que todos aprendían a bailar para no quedarse atrás en sacudir el esqueleto a la manera de los cubanos.

Era la Cuba del gran bolero que desde los años 20 se había esparcido por el Río de la Plata de tal manera que muchos argentinos sabían sus letras mejor que las de muchos tangos y llegaron a imitar cantándolos con inusitada destreza. De esa Cuba legendaria nos fuimos enamorando sin darnos cuenta, imaginando las bellas playas que describían sus canciones y memorizando los nombres de Guanabacoa, Santiago de Cuba, Varadero y de los barrios de La Habana como si fueran nuestros.

Es cierto que el intercambio fue mutuo y Cuba se llenó de artistas argentinos. Pero esa es la otra cara de la moneda y otra historia, que también se escribirá algún día.

A los argentinos ''de antes'' nos fue quedando apenas el vestigio de una Cuba que, claro, no existe más desde Fidel. Pero que, como esos antiguos amores que no se olvidan, vuelve una y otra vez en el recuerdo. En el caso de Cuba en la Argentina, tal vez porque, como todo tiempo pasado, ha pasado con pena pero no sin gloria. Conserva la gloria de una época mejor que muchos no hemos olvidado ni olvidaremos jamás.

Periodista argentino.

 
 
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