8 de febrero de 2008

El necio en la urna de cristal

Armando Añel

En un fragmento del tema al que tituló -¿premonitoriamente?- “El necio”, el cantautor cubano Silvio Rodríguez revela su obsesiva aspiración, la misma que ha seducido a tanto buen revolucionario: “dicen que me arrastrarán por sobre rocas / cuando la revolución se venga abajo / que machacarán mis manos y mi boca / que me arrancarán los ojos y el badajo”. El referente militante, sacrificado del “guerrillero heroico”, despliega en estos versos su íntima razón de ser: ya no se trata de construir una sociedad más justa o equitativa, sino de escapar del ridículo a través del martirio.

Claro está, la de la inmolación es una aspiración metafórica. En realidad Silvio Rodríguez, que cerró la pasada semana una gira musical de veinte días por las prisiones cubanas, utiliza la coartada retórica preferida por sus titiriteros, esto es, la poética del sacrificio. Una poética cuyo antídoto más efectivo a nivel social ha sido la burla, el clásico choteo cubano.

Popularmente, en Cuba la sátira ha evolucionado hasta alcanzar cotas inimaginables cincuenta años atrás. A pesar de ejercer un control monolítico sobre la sociedad en su conjunto -control que no reconoce fronteras a la hora de aceitar sus mecanismos de presión y manipulación-, a pesar del truculento aparato de la censura, de los cuantiosos recursos destinados a redecorar la imagen y la mitología del castrismo, el régimen no ha podido impedir que con su triunfo triunfe también la esencia sarcástica, humorístico-contestataria, del cubano de a pie.

Nunca antes en la Isla se había hecho tan patente el grado de politización del humor popular (suena paradójico, porque en la República los medios de difusión masiva no estaban precisamente al servicio de un único partido, de una única ideología o de una sola persona). Un grado de politización clandestino, por supuesto. Y es que el proceso que vio la luz en 1959 vendió bien temprano su alma al diablo de la utopía: el ser imaginario se alzó sobre el hombre concreto, y esto, que parecerá monstruoso, a la postre resultó tremendamente ridículo.

“El peor enemigo de la risa es la emoción”, no ha dicho Castro, sino Bergson, pero el primero podía haber acuñado la frase invertida: el peor enemigo de la emoción es la risa. Tan solo una sonrisita y el castillo de naipes de lo heroico puede venirse abajo. El castrismo lo sabe, y ante semejante posibilidad no puede sino hurtar el cuerpo: hurtarlo y arrancar cabezas, todas las que se atrevan a rechazar frontalmente lo que a estas alturas no amerita más que una sonora carcajada: la retórica de la inmolación revolucionaria.

Tanto como a la irrelevancia, el castrista en estado puro –esa mezcla de oportunista y demagogo que Silvio Rodríguez ejemplifica a la perfección- le teme a la ridiculez (contradictorio, porque la productividad con que genera situaciones ridículas no tiene parangón en la historia nacional). De ahí que unas de sus principales preocupaciones sea vivir, y eventualmente pasar a la historia, atrincherado en la urna de cristal de la utopía, sin apenas contacto con la realidad.

Rodríguez –en la memoria sarcástica de la nación Silvio es ya eternamente Rodríguez- estuvo de gira por las prisiones cubanas y uno no puede imaginar, más allá del oportunismo al acecho, público menos ansioso por escuchar sus canciones. Otra vez el cazador cazado: el hombre que se visualizara arrastrado sobre rocas despierta a la paradójica comicidad de su destino: ser cómplice del gobierno con más cárceles per cápita del hemisferio. Cantar para los carceleros. Hacer el ridículo.

 

palabradehombre@yahoo.com

 

 
 
CubaNet no se responsabiliza por el contenido de las páginas externas