Playas del Este (I parte)
Oscar Mario González
LA HABANA, enero (www.cubanet.org) - Al este de la capital, en el
litoral norte, se extienden más de dos kilómetros
de playas que siempre han sido refugio de los habaneros durante
los tormentosos meses del verano.
Los fines de semana miles de familias se dirigen a este rincón
de la geografía cubana para mitigar el cansancio acumulado
en un abrazo de mar y sol; entre el balanceo de las olas, sobre
un colchón de arena fina y a la perenne caricia de la suave
brisa.
Todos quieren disfrutar de un sábado o un domingo en las
playas del Este. Unos prefieren el tramo de Santa María,
otros el de Boca Ciega, Guanabo o Bacuranao.
Liberarse de ataduras y convencionalismos; tirarse a la arena los
más ligerito posible. Llevando como única prenda un
minúsculo traje de baño que sólo oculta lo
más importante y correr al soplo del viento como alguna vez
lo hicieran los primeros habitantes del archipiélago
Evadir la sofocación de la barbacoa donde el viejo ventilador
sólo logra remover el aire caliente en su incansable e inútil
girar. Olvidarse del despertador que sobre la mesita de noche anuncia
su llamado antes de tiempo, con suficiente antelación, teniendo
en cuenta la espera de la guagua.
Poder brincar, saltar y correr sobre un manto blanco y polvoriento,
como no puede hacerlo en el estrecho pasillo del solar donde vive.
Empinar la mirada al cielo para andar entre nubes; aspirando el
aire puro sin oír hablar de la enfermedad del Comandante,
ni del bloqueo, ni del perfeccionamiento empresarial, o de Bush
y los americanos.
Pero aunque todos gustan de un buen baño de mar no todos
están dispuestos a pagar el precio de las incomodidades ni
a soportar los sinsabores que tal decisión supone.
Sólo aquellos que hacen suya la frase “a un gustazo
un trancazo” se atreven a emprender la odisea.
La mayor dificultad a vencer es el transporte y la limitación
más común tiene que ver con los gastos a pesar del
carácter gratuito de estas playas.
En cuanto a lo primero, el transporte, se debe al insuficiente número
de ómnibus con relación a la cantidad de bañistas:
mucha gente y muy pocas guaguas.
El momento crítico es a la caída de la tarde cuando
la mayoría del personal termina de bañarse y decide
regresar, ávida por quitarse el salitre de la piel y por
calmar los reclamos del estómago que durante toda la jornada
ha sido engatusada con golosinas y chucherías.
En las paradas de ómnibus los policías tratan de evitar
el caos que provocan los centenares de personas pugnando por entrar
al vehículo.
La molotera forcejea y se comprime haciendo prevalecer la ley del
más fuerte y en tal circunstancia surgen riñas, groserías,
ofensas con empleo de violencia verbal y física. Cuando el
desorden aumenta y la sangre parece querer llegar al rió
se aparece el carro patrullero, procediendo al arresto de los alborotadores,
algunos de los cuales quieren hacer patente, ante su pareja, la
condición de machos incontrolables. La policía restablece
la calma dando tantos trancazos como estime necesario el agente
pero sin excederse y dejando la buena tunda para cuando estén
en el calabozo sin el estorbo de miradas recriminadoras.
Al fin la guagua arranca iniciando el regreso. La carga humana parece
contenta pese a ir como sardina en lata: comprimida, apurruñada,
“desconchinflada”. Cantan, ríen, gritan y siempre
aparece un cuentero contando cuentos de relajo sin cuidar las palabras
por muy feas que puedan ser. Las carcajadas femeninas son más
estruendosas mientras los hombres repiten todo tipo de obscenidades.
Es el contagio playero; es, en fin, el cubano en estos tiempos de
socialismo del siglo XXI.
|