Crónica           IMPRIMIR
1 de enero de 2008

Playas del Este (I parte)

Oscar Mario González


LA HABANA, enero (www.cubanet.org) - Al este de la capital, en el litoral norte, se extienden más de dos kilómetros de playas que siempre han sido refugio de los habaneros durante los tormentosos meses del verano.

Los fines de semana miles de familias se dirigen a este rincón de la geografía cubana para mitigar el cansancio acumulado en un abrazo de mar y sol; entre el balanceo de las olas, sobre un colchón de arena fina y a la perenne caricia de la suave brisa.

Todos quieren disfrutar de un sábado o un domingo en las playas del Este. Unos prefieren el tramo de Santa María, otros el de Boca Ciega, Guanabo o Bacuranao.

Liberarse de ataduras y convencionalismos; tirarse a la arena los más ligerito posible. Llevando como única prenda un minúsculo traje de baño que sólo oculta lo más importante y correr al soplo del viento como alguna vez lo hicieran los primeros habitantes del archipiélago

Evadir la sofocación de la barbacoa donde el viejo ventilador sólo logra remover el aire caliente en su incansable e inútil girar. Olvidarse del despertador que sobre la mesita de noche anuncia su llamado antes de tiempo, con suficiente antelación, teniendo en cuenta la espera de la guagua.

Poder brincar, saltar y correr sobre un manto blanco y polvoriento, como no puede hacerlo en el estrecho pasillo del solar donde vive. Empinar la mirada al cielo para andar entre nubes; aspirando el aire puro sin oír hablar de la enfermedad del Comandante, ni del bloqueo, ni del perfeccionamiento empresarial, o de Bush y los americanos.

Pero aunque todos gustan de un buen baño de mar no todos están dispuestos a pagar el precio de las incomodidades ni a soportar los sinsabores que tal decisión supone.

Sólo aquellos que hacen suya la frase “a un gustazo un trancazo” se atreven a emprender la odisea.

La mayor dificultad a vencer es el transporte y la limitación más común tiene que ver con los gastos a pesar del carácter gratuito de estas playas.

En cuanto a lo primero, el transporte, se debe al insuficiente número de ómnibus con relación a la cantidad de bañistas: mucha gente y muy pocas guaguas.

El momento crítico es a la caída de la tarde cuando la mayoría del personal termina de bañarse y decide regresar, ávida por quitarse el salitre de la piel y por calmar los reclamos del estómago que durante toda la jornada ha sido engatusada con golosinas y chucherías.

En las paradas de ómnibus los policías tratan de evitar el caos que provocan los centenares de personas pugnando por entrar al vehículo.

La molotera forcejea y se comprime haciendo prevalecer la ley del más fuerte y en tal circunstancia surgen riñas, groserías, ofensas con empleo de violencia verbal y física. Cuando el desorden aumenta y la sangre parece querer llegar al rió se aparece el carro patrullero, procediendo al arresto de los alborotadores, algunos de los cuales quieren hacer patente, ante su pareja, la condición de machos incontrolables. La policía restablece la calma dando tantos trancazos como estime necesario el agente pero sin excederse y dejando la buena tunda para cuando estén en el calabozo sin el estorbo de miradas recriminadoras.

Al fin la guagua arranca iniciando el regreso. La carga humana parece contenta pese a ir como sardina en lata: comprimida, apurruñada, “desconchinflada”. Cantan, ríen, gritan y siempre aparece un cuentero contando cuentos de relajo sin cuidar las palabras por muy feas que puedan ser. Las carcajadas femeninas son más estruendosas mientras los hombres repiten todo tipo de obscenidades. Es el contagio playero; es, en fin, el cubano en estos tiempos de socialismo del siglo XXI.

 

 
 
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