Rusas
cubanas a la deriva
Tania Díaz Castro
LA HABANA, noviembre (www.cubanet.org) - Durante
los primeros 30 años de la revolución cubana, todo
aquel que quería comprar una lata de carne rusa, de col rellena
búlgara, de perros calientes, zapatos, ropa, cualquier cosa
que se necesitara, aunque de pésima calidad, en vez de acudir
a un establecimiento comercial, de propiedad estatal, tomaba un
ómnibus, se bajaba en el barrio de los rusos en Alamar y
tocaba a la puerta de una rusa.
Allí, en modernas e independientes residencias,
vivían decenas de rusas casadas con militares o dirigentes
políticos cubanos. Cuando ellos no estaban las rusas se convertían
en expertas vendedoras de vituallas por las que cobraban caro.
La venta de estos productos que venían directamente
de la extinta Unión Soviética o de otros países
ex socialistas, no sólo se realizaba en Alamar, sino en cualquier
otra vivienda ocupada por estas parejas que disfrutaban de un buen
nivel de vida ante los ojos de un pueblo necesitado de muchas cosas
para vivir.
Hoy, todo ha cambiado. No sólo el socialismo
del este europeo desapareció como el globo de Matías
Pérez, sino también los matrimonios de cubanos con
rusas, búlgaras, checoslovacas, polacas, etc., cubanos que
trabajaron, estudiaron o simplemente visitaron esos países
y trajeron, además de sus maletas, a exóticas esposas
extranjeras que nada sabían de Cuba ni de nuestro idioma.
Según cifras de la embajada rusa en La Habana,
en Cuba han quedado unas cien mujeres nativas de ese país
-eran miles-, casi todas divorciadas de sus maridos cubanos, unas
con hijos y nietos, y otras en la calle y sin llavín.
Como nadie les envía artículos industriales
para vender, viven como pueden, posiblemente peor que cualquier
cubano de a pie. En primer lugar porque se han convertido en ancianas
que ni siquiera reciben una jubilación decorosa.
Mima Rovenskaya, más conocida como “la
rusa de Baracoa”, que huyó del comunismo en 1917, tuvo
mejor suerte en Cuba. Se hizo de un hotel en esa ciudad oriental
y vivió bien hasta el final de sus días.
Otra rusa que reside en el barrio chino de La Habana,
conocida como Tatiana, de sesenta años, casada por segunda
vez con un descendiente de chino y sin hijos, deambula por las calles
habaneras como muchas otras, siempre en busca de un plato de comida
caliente. Se dedica a indicarle buenos lugares de comer a turistas
extranjeros o vender a sobre precio productos que sólo se
venden en divisas.
Pero el caso más doloroso es el ocurrido
hace unos meses, divulgado en CubaNet por el periodista independiente
Roberto Santana. Se trata de Elena Varelevna Verselova, una rusa
de 41 años que fue deportada a su país, a pesar de
haber vivido durante veinte años en el municipio Isla de
la Juventud -donde dejó a sus dos hijas, Diana y Dora Aguilar-
por presidir una organización del Movimiento de Derechos
Humanos de Cuba.
Lo más lamentable de esta historia es que
la embajada rusa no ayuda económicamente a estas mujeres
ni les brinda protección alguna ante arbitrariedades como
la señalada, algo que demuestra que son muy distintos a los
españoles, quienes se han agrupado en asociaciones con el
fin de recibir no sólo solidaridad y calor humano, sino también
alimentos.
Las rusas, en cambio, andan desperdigadas, como
a la deriva. Sin amparo alguno. Desearían regresar a su tierra
natal, pero no pueden. Carecen de medios para sufragar los gastos
del viaje, y sobre todo, han perdido sus vínculos con el
país natal.
Alguien que las conoce bien me dice que fueron estas
mujeres rusas quienes enseñaron al cubano a “inventar”
bajo el socialismo. Es posible que sea cierto. La venta de productos
industriales de forma ilegal fue puesta en práctica por primera
vez en la Isla gracias a ellas, tratando de sobrevivir a la dura
realidad cubana y liberadas seguramente del romanticismo político.
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