El
vivo al pollo
Oscar Mario González
LA HABANA, Cuba, diciembre (www.cubanet.org) - Tras medio siglo
de sufrimientos el cubano no está para agregar una gota más
de angustia a la copa de sus pesares.
Así pues, al regresar a casa luego de dejar al difunto en
el cementerio, saca la botella de ron casero, estatal o de la “shoppy”
y se la empina entre música de rock, rap o reguetón.
Se trata de “desconectar” para poder seguir tras la
huella de este socialismo del siglo XXI de tan difícil paso
y agobiante ritmo.
Y es que la existencia está muy difícil. Tanto, que
los vivos suspiran al conocer del fallecimiento de alguien conocido
con gesto que parece velar un anhelo: ¡menos mal que al fin
descansará de esta puñetera vida!
Por añadidura los servicios fúnebres en Cuba son gratuitos
e igualitarios para todos los occisos excepto para la gente de la
“jai”. Tratándose de esos “súper”
difuntos o “faraones caribeños” el asunto toma
otro sesgo. No podía ser de otro modo para quienes en vida
contribuyeron a edificar este encanto de modelo socioeconómico.
A ellos, que nunca les faltó nada en esta vida, mucho menos
podría faltarle en la otra: coronas a montones, lágrimas
a vivo torrente aunque sean de cocodrilo y, el panegírico
a cargo del historiador de la ciudad que con su labia característica
y su pico de oro, siempre ofrece las mismas palabras de consuelo
de un profundo sentido esotérico y hondo significado escatológico,
que sólo saben descifrar santeros y espiritistas: “murió
pero seguirá entre nosotros”.
Para el difunto frecuente y habitual el ataúd y la utilización
de la capilla fúnebre son completamente gratis. Las coronas,
por lo general, están racionadas a cuatro o cinco por fallecido
y cuestan a treinta pesos cada una si son normales. Si se desea
algo especial o fuera de lo común el administrador de la
florería atiende las proposiciones.
Algo parecido ocurre con los taxis para los participantes. La cuota
es de dos por difunto al precio de treinta pesos cada uno. De requerirse
un tercero o tantos más como deseen los dolientes el asunto
es soluble a bolsillo abierto; siempre que entre en escena el “poderoso
caballero”.
Ya en el camposanto no se requiere pagar por el derecho a un panteón
colectivo estatal pero siempre hay que dejarle caer alguna “tierrita”
a los sepultureros como atención por sus esfuerzos. Estos
hombres luchan con la muerte, viven de ella, la ven como la razón
de sus esfuerzos y la tratan con la mayor naturalidad del mundo.
En número de cuatro y valiéndose de sogas, hacen descender
el cadáver a la fosa y allí lo depositan junto a dos
o tres difuntos en una convivencia impuesta y sin que el nuevo inquilino
pueda protestar por la presencia de alguno de sus nuevos y eternos
acompañantes. Estos pudieron haber sido intelectuales, mirahuecos,
homosexuales, religiosos, carteristas; en fin, todo depende de la
casualidad.
Después de cumplir con los muertos los vivos regresan a sus
casas con la conciencia tranquila luego de haber dado cristiana
sepultura al occiso al cual no le faltaron ni las honras fúnebres
de la ermita de la necrópolis, cumpliendo así con
los deseos del finado según sus creencias y deseos. En esto
hemos avanzado un tanto.
Quince años atrás eran pocos los que se atrevían
a pasar al finado por la ermita. En el mejor de los casos aquello
era tenido como atraso cultural o debilidad ideológica. El
sacerdote apenas tenía ocupación. Hoy, el cura o el
diácono responsabilizado con las exequias no da abasto. Casi
todos quieren pasar y sólo se abstiene algún que otro
miembro de la vieja guardia revolucionaria que no desiste de su
imagen de tipo duro que, excepto en Fidel y según afirma,
no cree ni en la madre de los tomates.
A los dos años del entierro han se exhumarse los restos del
difunto para pasarlos a un deposito colectivo de osarios en caso
de no poseerse panteón familiar. Esta es la situación
de la inmensa mayoría de los cubanos.
Mientras tanto los vivos seguirán viviendo sobre la Islita
o sobre cualquiera de sus cayos e isletas adyacentes. Construyendo
el socialismo quiéranlo o no; “inventando.” Los
más jóvenes, que equivalen casi a la mitad de la población,
con la vista y el alma enfocando al Norte. Añorando vivir
en sus entrañas pese a la “satanización”
que del “monstruo” hace día a día la propaganda
oficial.
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