Castro
está perdiendo su última pelea
CARLOS ALBERTO MONTANER
Apresuradamente, hace unos días, Fidel Castro envió
una nota enigmática a la Mesa Redonda, un programa de televisión
que manejan sus discípulos más fanáticos. La
frase que desató el furor de la prensa internacional podía
interpretarse como su retiro definitivo: ``Mi deber fundamental
no es aferrarme a cargos y mucho menos obstruir el paso a personas
más jóvenes sino aportar experiencias e ideas cuyo
modesto valor proviene de la época excepcional que me tocó
vivir''.
Pero no se jubilaba. Castro, cuando polemiza con
los suyos, siempre habla con la boca torcida y a media lengua, como
los mediums en las sesiones de espiritismo. La declaración
quería decir otra cosa. Expresaba su malestar con algunos
cambios que, contra su voluntad, hasta ahora omnímoda, están
ocurriendo en Cuba. El viejo dictador, por ejemplo, no estuvo de
acuerdo en que el 10 de diciembre pasado Cuba anunciara que en marzo
pactaría con la ONU el convenio sobre derechos económicos,
sociales, culturales y políticos. Temía, y lo hizo
saber por escrito, que ese acuerdo podía abrirle la puerta
a un sindicalismo independiente. La libertad lo horroriza. Y, desde
su perspectiva de gran carcelero, tenía razón: varios
días más tarde, el ingeniero Oswaldo Payá,
una de las cabezas más creativas e inquietas entre los demócratas
de la oposición interna, se atrevió a presentarle
al Parlamento una propuesta de ley que les permitiría a los
cubanos entrar y salir libremente del país. Al fin y al cabo,
ese es un derecho consagrado en el convenio que el gobierno de La
Habana asegura que suscribirá.
Dentro del círculo del poder, la pugna es
entre reformistas e inmovilistas. Otra manera de plantearla (la
que le gusta a Fidel) es entre pragmáticos y principistas.
Los pragmáticos están dispuestos a promover cambios
que consigan que el desastroso sistema de producción cubano
se torne más eficiente. Los principistas, aferrados a los
principios revolucionarios, convencidos de las virtudes del igualitarismo
(aunque casi todos se igualen en la miseria), creen que lo importante
es ser coherente con las ideas marxistas e insistir en el colectivismo.
Los pragmáticos, deslumbrados por los éxitos de China
y Vietnam, están dispuestos a convivir con los modos de producción
capitalista, manteniendo buenas relaciones con las naciones del
primer mundo, incluida Estados Unidos. Los principistas, con Fidel
Castro a la cabeza, creen que el deber de los revolucionarios es
luchar contra el odiado mundo capitalista hasta la victoria siempre,
Comandante, y postulan la supremacía de ''la política''
sobre ``la economía''.
La correlación de fuerzas, por otra parte,
es muy desigual. Los principistas son sólo Fidel y un pequeño
grupo de acólitos dispuestos a seguirlo hasta el infierno.
Los pragmáticos, con Raúl a la cabeza, forman la inmensa
mayoría de la cúpula dirigente. Sin embargo, todos
reconocen el enorme peso específico de Fidel y saben que
no pueden llevar adelante la reforma con la oposición del
moribundo Comandante.
¿En qué consiste, en definitiva, la
reforma a que se opone Fidel? En esencia, a seis líneas de
cambio:
• Descentralización real de las decisiones
económicas.
• Introducción de incentivos materiales
vinculados a resultados, a sabiendas de que generarán desigualdades,
a cambio de mayores índices de producción que alivien
las infinitas carencias de la sociedad.
• Autorización de la libre compra-venta
de las viviendas.
• Reintroducción de la pequeña
propiedad privada en el sector agropecuario.
• Legitimación de las actividades laborales
clandestinas y de las transacciones del mercado negro (sincerar
la economía).
• Redacción de un nuevo código
penal menos represivo que elimine la pena de muerte y supuestos
delitos (como desacato) inaceptables en el mundo moderno.
Fidel tiene razón cuando sostiene que esas
reformas, aunque pequeñas y destinadas a traer un mínimo
de bienestar material a la población, desvirtúan totalmente
su modelo de colmena comunista igualitaria dedicada a ser la gran
vitrina del marxismo ortodoxo. Raúl la tiene cuando plantea
que, medio siglo después de implantado, no hay duda de que
ese sistema es un desastre que sólo sirve para mortificar
cruelmente a los cubanos. Fidel tiene razón cuando alega
que aceptar esos cambios al final de su vida sería admitir
que su obra de gobierno ha sido un total fracaso. Raúl la
tiene cuando plantea que no posee la autoridad de su hermano, ni
el control sobre el gobierno y sobre la sociedad, para poder gobernar
en medio de los escombros y de la pobreza generada por un sistema
en el que ya casi nadie cree. Entre sus íntimos, Raúl
repite, preocupado, que, o mejoran las condiciones infrahumanas
en que viven los cubanos, o no tardará en tener que sacar
las tropas a reprimir manifestaciones masivas de descontento.
¿Quién ganará este conflicto?
Probablemente, esta vez, los reformistas. ¿Por qué
esta vez? Porque el problema no es nuevo: se presentó en
los setenta, en los ochenta (durante la perestroika), en los noventa,
tras la desaparición de la URSS, y ahora vuelve a resurgir.
En los anteriores episodios Fidel Castro, invariablemente, aplastó
a los reformistas. Pero ahora se está muriendo, casi no puede
moverse de su lecho de convaleciente, y ha perdido la capacidad
de imponer su voluntad. Para él todo esto es un castigo insoportable.
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