La
quincalla de mi amiga
Tania Díaz Castro
LA HABANA, Cuba, diciembre (www.cubanet.org) - Hace
más de diez años que una amiga mía sube a diario
varios pisos por las escaleras sin pasamanos del Edificio Areces,
en Avenida del Prado 106, donde vive. Por eso cree estar viva de
milagro. Pero algo más: para llegar al apartamento de mi
vieja amiga hay que subir algo parecido a una torre de Babel, porque
el ascensor del Edificio Areces, como muchísimos otros en
la capital, hace más de diez años que desapareció.
Cada piso equivale a dos de los modernos, así que mi amiga
debe subir un promedio de más de cien escalones para llegar
a la puerta de su hogar.
No quiere que yo escriba aquí su nombre porque
como otros -ya no tantos-, es miembro del Comité de Defensa
de la Revolución de su cuadra, y además, porque quiere
contarme de qué vive.
Como muchos cubanos de este país, mi amiga
tiene su propia quincalla en su casa. Los cubanos de ayer, anteriores
al régimen castrista, llamábamos quincalla a aquellos
pequeños establecimientos, casi siempre situados en las esquinas
de las cuadras, donde se vendían artículos muy variados
de mucha necesidad, por ejemplo cosméticos, útiles
de escuela y oficina, ropas de bebitos, juguetes, golosinas, etc.
Las quincallas, que abundaban en toda Cuba, eran
la atracción de grandes y chicos y el dueño, por lo
general, hacía las funciones de vendedor.
Me cuenta mi amiga que gracias a su quincalla clandestina,
diseminada en gavetas, estantes cerrados, cajas y bolsitas plásticas,
come caliente un día que otro. Su jubilación la emplea
para ir al agro un par de veces y comprar algunas vianditas y frutas.
Nada más.
Sinceramente, nunca he podido visitar la quincalla
de mi amiga. No tengo fuerzas para subir tantos pisos. Pero no me
resulta difícil imaginármela, porque hay muchas, en
cualquier casa. A los cubanos, como a todo ser humano de este planeta,
les gusta vender, comprar para vender o vender lo que otros le proponen,
sobre todo en un país donde el estado es el que mal controla
este aspecto de la vida cotidiana.
Sólo falta que el régimen castrista
ponga luz verde a todos esos cubanos que quieren tener su negocio
propio, algo que va contra el socialismo, para que proliferen los
negociantes como hormigas en una dulcería. Sólo falta
que todo vuelva a ser normal, como era antes del socialismo. Dicen,
no me lo crean, que así será el Socialismo del siglo
XXI: una mezcla de economía libre con algo más; un
mejunje cuyos ingredientes están por aclararse.
Por lo pronto, como demostración de
rebeldía y oposición al modelo económico fracasado
del régimen, mi amiga, como cientos de miles de cubanos,
tiene su negocio particular bien oculto en gavetas, estantes cerrados,
cajas y bolsitas plásticas.
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