Morir
con los tenis puestos
MANUEL VAZQUEZ PORTAL
El día que Fidel Castro cambió sus botas guerrilleras
por unos acolchonados, cómodos tenis -de marca, por supuesto-
para irse de caminata por el malecón habanero, todos nos
divertimos viéndolo ataviado con uniforme militar y zapatos
deportivos. Era una mezcla de milico tercermundista con reguetonero
aficionado. Fue quizás el inicio de una larga friolera de
actos ridículos que vendrían después. No se
había desvanecido todavía en el Cotorro, ni despatarrado
en Santa Clara. No se había convertido aún en el eminente
conferencista sobre las ollas de presión y los bombillos
ahorradores ni había salido, urgentemente, desde Santiago
de Cuba con un torniquete en donde la espalda pierde el nombre para
llegar sin hedores a un quirófano de La Habana.
Tenía aún la aureola de haber estado
involucrado en los eventos más importantes de la segunda
mitad del siglo XX y haberse reunido con los líderes más
sobresalientes de ese momento. Todavía Francisco Flores no
había echado por su boca flores para acribillarlo de verdades
en su propio rostro ni sus nueras contaban las intimidades de la
familia en televisoras extranjeras.
Era la época que el niño Elián
González cuando sea adulto lamentará. A su lado, banderita
de papel en mano, lo acompañaban Otto Rivero, quien aún
no había tenido la funesta idea de meter la mano en los fondos
de ''la batalla de ideas'' y otros muchachones aguerridos, quienes
por esos días sobrecumplieron la meta nacional de discursos
altisonantes y vacíos, que se empeñaban en imitarlo
en su frenesí palabrero. Pero ya las piernas comenzaban a
flaquearle y alguien tuvo la estrafalaria iniciativa de dotarlo
de unos tenis que le permitieran andar con pasos resueltos.
La foto del pepillón geriátrico recorrió
el mundo y cuando fue interrogado por la marca de los tenis, respondió
que no haría comerciales gratuitos, pero por todos los rincones
de la nación se corrió el rumor de que eran Adidas.
Y la metáfora de que moriría con las botas puestas
para dar a entender que no abandonaría el poder mientras
viviera perdió cierta porción de la asociación
poética. Pero el cubano es pródigo en oximorones elocuentes
y no tardó en decir que no soltaría el mazo hasta
que estirara el tenis.
Y la idea se ha reafirmado aún más
después que les instalaran un aliviadero cerebral a la altura
de las costillas y saliera de un ascensor con movimientos de robot
anémico vestido ya completamente de uniforme deportivo. Eso
ocurrió cuando Raúl Castro se probó las botas
heredadas y comprobó que le quedaban grandes. Comenzó
así un gobierno de videos, fotos y Reflexiones. La prueba
fehaciente de que así era reflotó cuando al príncipe
de los ojos rasgados se le ocurrió enarbolar cierto ramito
de guásima (que en Cuba no hay aceitunas sino envasadas y
en dólares) y el de los pies con tenis le salió al
paso tan alígero como el propio Aquiles, blandiendo un legajo
sobre los superrevolucionarios que nunca nadie supo a ciencia cierta
quiénes eran pero que esclareció quien era el mandamás,
aunque descalzado.
Claro que los botifólogos, los tenilológos,
los reflexionólogos comenzaron a desentrañar las claves
de la mensajería cotidiana cubana y han arriesgado las más
alopécicas teorías, los más cilicónicos
pronósticos, las más colesterólicas hipótesis,
pero al pueblo cubano, que es más rampante que el barón
de Italo Calvino, después de todo el rebumbio que se armó
con las discusiones sobre el discurso del guasimero interino en
el que se proponen cambios estructurales y de conceptos y vio que
el de los tenis ligeros fue postulado nuevamente como diputado a
la Asamblea Nacional de Poder Popular, no hay politólogo,
cubanólogo ni babalao que le haga creer que el del aliviadero
cerebral a la altura de las costillas no morirá con los tenis
puestos.
Hay quienes afirman que es un hecho puramente
simbólico, que el de los tenis figurará como un mascarón
de proa para los momentos en que se haga preciso avanzar entre la
neblina de los aciagos días por venir; otros, que fue una
jugada en clave para que Hugo Chávez, que se debatía
furibundo entre el sí y el no, descifrara la orden del gurú
de no ceder frente a la voluntad de las urnas, porque él
no lo hacía siquiera en el umbral de la casa de Proserpina;
y los más, sobre todo dentro de la isla, creen que es la
clara señal del inmovilismo que se mantendrá hasta
que el tipo estire el tenis.
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