10 de diciembre de 2007
 
 
             
 

Morir con los tenis puestos


MANUEL VAZQUEZ PORTAL


El día que Fidel Castro cambió sus botas guerrilleras por unos acolchonados, cómodos tenis -de marca, por supuesto- para irse de caminata por el malecón habanero, todos nos divertimos viéndolo ataviado con uniforme militar y zapatos deportivos. Era una mezcla de milico tercermundista con reguetonero aficionado. Fue quizás el inicio de una larga friolera de actos ridículos que vendrían después. No se había desvanecido todavía en el Cotorro, ni despatarrado en Santa Clara. No se había convertido aún en el eminente conferencista sobre las ollas de presión y los bombillos ahorradores ni había salido, urgentemente, desde Santiago de Cuba con un torniquete en donde la espalda pierde el nombre para llegar sin hedores a un quirófano de La Habana.

Tenía aún la aureola de haber estado involucrado en los eventos más importantes de la segunda mitad del siglo XX y haberse reunido con los líderes más sobresalientes de ese momento. Todavía Francisco Flores no había echado por su boca flores para acribillarlo de verdades en su propio rostro ni sus nueras contaban las intimidades de la familia en televisoras extranjeras.

Era la época que el niño Elián González cuando sea adulto lamentará. A su lado, banderita de papel en mano, lo acompañaban Otto Rivero, quien aún no había tenido la funesta idea de meter la mano en los fondos de ''la batalla de ideas'' y otros muchachones aguerridos, quienes por esos días sobrecumplieron la meta nacional de discursos altisonantes y vacíos, que se empeñaban en imitarlo en su frenesí palabrero. Pero ya las piernas comenzaban a flaquearle y alguien tuvo la estrafalaria iniciativa de dotarlo de unos tenis que le permitieran andar con pasos resueltos.

La foto del pepillón geriátrico recorrió el mundo y cuando fue interrogado por la marca de los tenis, respondió que no haría comerciales gratuitos, pero por todos los rincones de la nación se corrió el rumor de que eran Adidas. Y la metáfora de que moriría con las botas puestas para dar a entender que no abandonaría el poder mientras viviera perdió cierta porción de la asociación poética. Pero el cubano es pródigo en oximorones elocuentes y no tardó en decir que no soltaría el mazo hasta que estirara el tenis.

Y la idea se ha reafirmado aún más después que les instalaran un aliviadero cerebral a la altura de las costillas y saliera de un ascensor con movimientos de robot anémico vestido ya completamente de uniforme deportivo. Eso ocurrió cuando Raúl Castro se probó las botas heredadas y comprobó que le quedaban grandes. Comenzó así un gobierno de videos, fotos y Reflexiones. La prueba fehaciente de que así era reflotó cuando al príncipe de los ojos rasgados se le ocurrió enarbolar cierto ramito de guásima (que en Cuba no hay aceitunas sino envasadas y en dólares) y el de los pies con tenis le salió al paso tan alígero como el propio Aquiles, blandiendo un legajo sobre los superrevolucionarios que nunca nadie supo a ciencia cierta quiénes eran pero que esclareció quien era el mandamás, aunque descalzado.

Claro que los botifólogos, los tenilológos, los reflexionólogos comenzaron a desentrañar las claves de la mensajería cotidiana cubana y han arriesgado las más alopécicas teorías, los más cilicónicos pronósticos, las más colesterólicas hipótesis, pero al pueblo cubano, que es más rampante que el barón de Italo Calvino, después de todo el rebumbio que se armó con las discusiones sobre el discurso del guasimero interino en el que se proponen cambios estructurales y de conceptos y vio que el de los tenis ligeros fue postulado nuevamente como diputado a la Asamblea Nacional de Poder Popular, no hay politólogo, cubanólogo ni babalao que le haga creer que el del aliviadero cerebral a la altura de las costillas no morirá con los tenis puestos.

Hay quienes afirman que es un hecho puramente simbólico, que el de los tenis figurará como un mascarón de proa para los momentos en que se haga preciso avanzar entre la neblina de los aciagos días por venir; otros, que fue una jugada en clave para que Hugo Chávez, que se debatía furibundo entre el sí y el no, descifrara la orden del gurú de no ceder frente a la voluntad de las urnas, porque él no lo hacía siquiera en el umbral de la casa de Proserpina; y los más, sobre todo dentro de la isla, creen que es la clara señal del inmovilismo que se mantendrá hasta que el tipo estire el tenis.

 
 
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