Ceremoniales de diciembre
RAUL RIVERO / El
Nuevo Herald
Los años
nuevos duran poco. Lo sabemos ya en marzo cuando la primavera cabecea
en los montes y en agosto porque nos invade su vapor azuloso de
reverbero. Pero en la cárcel, el año nuevo se hace
viejo al otro día. Empieza a morir dos o tres meses antes
de caer en el almanaque y la noche misma de su nacimiento. Allí,
como le gustaba decir a Jorge Luis Borges, el tiempo es más
que en ningún otro lugar del mundo la sustancia de la que
está hecho el hombre.
Los presos son tiempo que se desvanece. Sobre el
hombre cautivo, encerrado, sin movimiento casi, sin planes para
la semana que viene, cada hora y cada minuto tienen un peso mayor.
Y la huella que deja en el pelo y la piel y en el brillo de los
ojos tiende a ser más honda y oscura.
Pasa también por dentro. Es un artesano laborioso
y duro que ataca las fragilidades, las capitulaciones de la maravillosa
máquina humana sometida a privaciones, insomnios, agresiones,
hambres, tensiones, golpeaduras, insultos y humillaciones. Allí,
en los canales silenciosos de la sangre, el tiempo usa una dimensión
invisible, un espacio plano, sin fragmentaciones, ni reposos en
sus devastaciones industriosas y cabales.
Se sabe que la tierra sigue su paso para todo el
mundo. Pero algunos se pueden refugiar en la casa con su familia
y abrazar a los hijos y recibir los besos que ninguna condena apaga
y eso, de repente, conduce a que el tiempo se deslice sobre una
superficie mayor, de otras temperaturas y sea más leve el
efecto de una misma hora que te acose en la litera enrejada y entre
harapos.
Otros pueden viajar y ver el campo. O una ciudad
limpia y desconocida o llegar hasta ciertos mares y ciertos ríos
y tocar el agua y subir a un barco y avanzar hacia un lugar de otra
costa y de otros hombres. Entonces, se pierde la noción del
tiempo como enemigo, como peligro y como portavoz de las últimas
noticias sobre el aire y la respiración.
Allá dentro, en las cárceles, no puede
pasar nada de eso como no sea en sueños raídos, en
escenas imaginadas a las que les faltarán siempre pedazos
de sábanas y agua corriente, luces y hielo, paisajes y aromas.
Otro año se ha desplomado sobre los prisioneros
y mientras diciembre comienza a entrar con sus aires de fiesta y,
de todas formas, con sus inviernillos de esperanza, en una prisión
de Santa Clara al preso Arturo Pérez de Alejo y a su esposa
Moraima Sabina León les decomisan un almuerzo que ella había
preparado para un encuentro conyugal.
En la prisión de Cerámica Roja, en
Camagüey, le niegan asistencia médica al preso Francisco
Pacheco Espinosa y en un centro penitenciario de Melena del Sur,
en La Habana, se detecta un brote de varicela.
En Mar Verde, Santiago de Cuba, Luis Enrique Ferrer
García es atacado por varios prisioneros comunes y golpeado
por órdenes de los oficiales del centro donde cumple, desde
el 2003, una condena de 28 años. En las Alambradas de Manacas,
en Matanzas, al prisionero político Alexander García
Lima lo mandan a una celda de castigo y en la Cuba Sí, de
Holguín, Juan Luis Rodríguez Desdín es insultado
y golpeado por varios oficiales de la jefatura. En Canaleta, en
Ciego de Avila, Pablito Pacheco está muy enfermo y desnutrido
y con problemas para caminar y mantenerse en pie.
Así es todo el año y en todo
el país, en las 300 prisiones que avergüenzan a los
hombres honrados de la nación. Los preparativos para las
celebraciones de la despedida del año viejo y la bienvenida
al 2008 no tienen relevancia ni significado especial para quienes
el calendario es un papel en blanco y la sustancia de que están
hechos, el tiempo --según Borges--, es sólo un ir
y venir del día y de la noche con la misma carga desastrosa
de penurias.
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