La
Cuba racista: infamia silenciada
Agustín Tamargo, El
Nuevo Herald, 28 de septiembre de 2003.
Un americano se encuentra con un cubano en La
Habana. ¿Y tú por qué te
quieres ir de aquí, donde lo tienes todo?,
le dice. Y el cubano le contesta: Me quiero ir
porque esto apesta. Porque ni yo, ni millones
de cubanos como yo, tenemos aquí nada,
ni somos nada, ni nos tratan siquiera como seres
humanos. El americano quedó estupefacto.
Era negro y el cubano era negro también.
Y él creía, por todo lo que le habían
hecho leer los amigos de Castro en los Estados
Unidos, que Cuba había entrado, bajo la
revolución, en una nueva era. La era eternamente
soñada en que los hombres tienen todos
los mismos derechos, sea cual sea su nivel social,
el color de su piel, y el país donde vivan.
El americano negro salió de aquel breve
diálogo desconcertado. Pero no se quedó
ahí. Se dedicó a estudiar la cuestión,
habló con otros muchos cubanos de distintos
colores, se entrevistó incluso con funcionarios
del régimen, y al final sacó esta
conclusión: en Cuba nadie tiene ningún
derecho, pero los negros tienen menos derechos
que los demás. No pueden entrar a los hoteles
de turistas. No pueden transitar por una calle
solitaria con una bolsa en la mano sin que los
detenga e interrogue un policía. No pueden
ocupar altos cargos públicos, no importa
cuál sea su capacidad. No pueden bañarse
en las piscinas de los antiguos clubs privados
que subsisten con otros nombres. No pueden protestar,
como hacían antes, por que cuando hay una
vacante diplomática, o académica,
o política, o militar, la ocupa siempre
un blanco aunque tenga calificaciones inferiores
a los aspirantes negros. Donde único pueden
entrar, y a veces dominar, es en la música
y en los deportes, donde no molestan y donde la
población blanca siempre ha sido inferior
en número a la de su color. Hubo otra excepción:
las guerras de Angola y Etiopía. Allí
todo cambió aunque se sabía por
qué. Cambió, y se llenaron las filas
del ejército cubano con soldados de color
oscuro, por esa sola razón: porque tenían
ese color. El déspota creía que
con eso engañaba a sus amigos africanos,
haciéndoles creer que la solidaridad que
él les prodigaba era doble: comunista por
un lado y étnica por el otro.
Esa farsa, la de la duplicidad en materia racial,
ha predominado en la Cuba supuestamente igualitaria
de Fidel Castro, pero nadie la ve, o la ve y no
la denuncia, que es peor. Los últimos censos
indican que el 11 por ciento de los cubanos son
negros y el 51 por ciento mulatos, esto es, que
los no caucásicos son la mayoría
de la población. De acuerdo con eso, y
con las naturales variantes de la capacitación,
lo natural sería que el gobierno llamado
revolucionario guardara la misma proporción
al escoger sus líderes. ¿Es ello
así? ¿Está esa realidad reflejada
en las esferas del poder en Cuba, en lo cívico,
lo militar, o lo cultural? Por supuesto que no.
La claque dominante en Cuba está dirigida
por un equipo blanco que no sólo arrastra
los prejuicios racistas viejos, sino que le ha
añadido algunos nuevos. No se atreve esa
claque a defender sus privilegios, pero los pone
en práctica. Y así vemos que el
cubano negro puede hacerse médico, o ingeniero,
pero sigue viviendo, o al menos viven su madre
y sus hermanas, en los mismos solares de siempre.
Hay excepciones, claro está. Pero esas
excepciones están allí para falsificar
la realidad, para afirmar la falsedad de que al
fin los hijos de Maceo valen en Cuba lo mismo
que los hijos de Martí. Pero pregúntenselo
a ellos, hablen con los cubanos negros, no sólo
de Miami, con los de Cuba, y pregúntenles
si es cierto que ellos tienen hoy en su país
los derechos que antes les fueron negados. La
respuesta es la misma que le dio ese muchacho
habanero negro al turista americano que venía
de Harlem. Los blancos viven en los palacetes
de la desaparecida burguesía. Los negros,
en los tugurios.
Esta es una de las muchas realidades oscuras,
secretas, que se vienen produciendo en Cuba desde
hace décadas. Pero con una peculiaridad:
ahora no se denuncian. Se ven, se padecen, pero
no se denuncian. ¿Y por qué? Pues
porque ese cubano negro sabe lo que le puede costar,
a él o a sus hijos, una afirmación
como esa: la de que en Cuba revolución
y falsificación son cosas idénticas.
Y que al negro le dicen allí hoy, con otro
tono, lo que los racistas asquerosos le decían
antes: ¡Negro, date tu lugar!
Escribo esto porque soy cubano y porque creo
que a cualquier extranjero le puede estar permitido
afirmar sobre Cuba cosas inverosímiles,
como las que leemos todos los días. Pero
a un cubano no. El cubano de hoy, que está
frente a la historia, puede hacer cualquier cosa
menos mentir, o aceptar falacias como verdades,
o disimular para sobrevivir en el mundo de falacias
que lo rodea. No. Cuba no es hoy un sitio donde
sus hijos sean felices, ni los blancos, ni los
negros, ni los amarillos, ninguno. Pero los más
desdichados de todos son los negros, que están
oprimidos y ningún negro hermano suyo,
de los que son libres (en Estados Unidos, Brasil
o Africa del Sur), viene en su ayuda. Al contrario:
muchos, casi todos, se ponen del lado del opresor
porque eso es lo que les conviene, lo que les
hace aparecer como liberales o izquierdistas.
Yo he defendido en los Estados Unidos, desde
mi juventud, la causa de los americanos negros.
Yo he combatido siempre en todas partes, la llaga
infecta del apartheid. Pero honradamente: respeto
hoy muy poco a los herederos de Mandela y de Martin
Luther King cuando los veo callar y aprobar con
su silencio el crimen que comete hace décadas
Fidel Castro con sus hermanos negros de Cuba.
Callar frente a una infamia es compartirla.
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