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Introducción

Sobre el autor


Capítulo LI


En un jolongo donde cabía el mundo se llevó Enmanuel todas sus riquezas: dos camisas, sus viejas botas andariegas y un libro de poemas. La mañana en que partió caía una lluvia tierna y finísima, traspasada por el sol. Era una despedida luminosa y prometedora. Había sido dichoso. Una pastora de ojos mansos lo amó hasta la catástrofe de su corazón, y aquella mañana salió a la ventana para pañuelear su adiós eterno y dedicarse a las canciones sencillas hasta su ascensión a la blancura mullida de la nube de la Troyana.

Decenas de amigos, deseosos de que él hiciera valer el nombre del pueblo con su gloria, fueron a palmotearle las espaldas en las encrucijadas de la última casa. Su madre, ya entre canas venerables, había colocado entre sus prendas personales el bocado que más él disfrutaba, para cuando el hambre lo castigara en el camino, pero sobre todo lo hizo con la intención de que cuando Enmanuel lo hallara se arrepintiera de su partida y retornara a sus mimos y sus celos. Nunca entendió la buena mujer que todos los hombres parten una vez, aunque sea de ellos mismos, y no regresan nunca. Las madres no ven envejecer a sus hijos. Pretenden acunarlos aún llegados a la ancianidad. Es como si desconocieran la inexorabilidad del tiempo. El padre, saciado de partidas, le palmeó los hombros, y supo que Enmanuel había crecido, que esas ganas que le llenaban el cuerpo él las había sentido antes, y que esta vez no las reprimiría.

Enmanuel no volvió la cabeza ni siquiera cuando Orión, el viejo perro familiar ciego para entonces, aulló lastimeramente a través de la llovizna. Y desde entonces nunca volvió los ojos. Vivió sellándose los caminos por donde una vez había transitado, obligándose a no retornar, prohibiéndose cualquier regreso.

Solo, en la noche de las explosiones, en los breves segundos en que el aire se separó para que ascendiera el haz de luz azul transparente hasta el relámpago de la equilibrista, rememoró su vida, y supo el sentido de la misma. Tuvo que recordar cada palmo de su existencia para darse cuenta de que la soberbia lo había conducido hasta la ruina del único, del verdadero reino que le es concedido al hombre. Tuvo que destrozarse de su pompa azul para que comprendiera que la tenencia del Paraíso la demuestra su pérdida, y a la intemperie llegar a la conclusión de que no podía vivir sin ella.

Fue la noche en que asistiera a la fiesta de los Cangúpidos y se embriagara hasta el delirio. A su regreso, de la pompa no restaba sino un cascarón vacío, falto de todo poder e interés, al que le faltaba todo el azul. Emborronó lo que para él significaba ese instante.

Un hombre que está solo indaga por su muerte. Le pregunta al fantasma del techo desconchado, al polvo que cubre las repisas, al profundo silencio de sus sábanas. Un hombre que está solo indaga por su vida. Le responden los vasos escanciados, las brumas del adiós de una muchacha, el regazo perdido de su casa de niño. Un hombre que está solo es un pequeño monstruo, fajado a manotazos con su duende.

Pero su dolor seguía siendo el mismo. Ningún padecer humano se salva con la palabra. El Niño del Pífano pugnó por brotarle. Enmanuel se estremeció de terror. Sentía un miedo atroz por los azares de aquél otro que vivía dentro de él y que le exigía su liberación. Pero sobre todo, su gran miedo era el de verse obligado a enfrentarlo. No estaba aún convencido de que pudiera encararlo con toda la pureza que se requiere para hablar el idioma de los niños. El lenguaje de los niños suele parecer cruel, porque como no han aprendido a mentir todavía, no hay quien nombre las cosas con más exactitud y crudeza que ellos. Enmanuel se descubrió en el momento fatal, en el momento inevitable. El asesinato era verdad. El Abuelo seguía suplicando; Argos, ladrando; y la Troyana jugándose su anhelo mayor. El arma habría de caer sobre uno de los dos, y era una deshonra no brindarle las posibilidades al adversario.

Se sirvió una copa, abrió la puerta de la terraza y permitió que la noche inundara la casa. Salió. Brindó por el infinito y descorrió todos los cerrojos de su alma. El reo de su corazón saltó a la noche cruzada por el viento del mar. Era un niño de ojos hondos, algo estrábico el izquierdo; las cejas arqueadas hacia la frente daban la sensación de una sorpresa perenne; las manos diminutas y regordetas parecían habilitadas sólo para las delicadezas de las caricias, como si toda la fuerza estuviera en sus manos; la boca pequeña, de labios casi exangües, de un rojo fogoso, poseía algo así como el don del silencio y de la sentencia inapelable. Extrajo el negro flautín de la estuchera, adelantó el pie izquierdo, ladeó la cadera y alzó el pífano.

Las primeras notas no demoraron. Contra la noche sin fondo y cerrrado por las jambas de la puerta de la terraza, asemejaba un óleo Edouard Manet. La botonadura de oro, reluciente, la banda blanca del estuche del instrumento cruzada sobre el hombro, el rojo pantalón incendiando la mirada y la melodía que comenzaba a transformarlo todo.

"La sinfonía de la equilibrista", pensó Enmanuel. "Siempre fue una equilibrista. Se jugó la vida en cada pisada y yo puse el desastre. He privado al mundo del único recinto habitable". El arrepentimiento fue de niño a niño. El pensamiento de Enmanuel cruzó como una luciérnaga por los ojos del pifanista. Llegaban al mejor de los entendimientos, y fue que las dos últimas notas, breves, apasionadas, pulcras, se tornaron miríada de burbujas que apenas si dieron tiempo para verlas antes de que explotaran, y Enmanuel fuera aquella aparición de gorro negro con rebordes dorados y comenzara a reconstruir lo que había destruido.

La leyenda de su nombre recobró sentido. Dios estaba otra vez entre los hombres, entre nosotros. Sus padeceres alcanzarían el saber de lo merecido y su tesón la dimensión de una gloria que cabría en una mínima y fragilísima pompa. El salto era un ardor bajo sus pies.

El Niño acalló el pífano solamente cuando la noche estuvo iluminada por una nueva burbuja azul que le costó más de 30 años de música incomprensible. Guardó el instrumento, y penetró sonriente por un poro de Enmanuel. La pequeña hendija quedó abierta para el salto. Era angosta como el camino que lleva a la vida.

La pompa, de una bomba azul transparente. Las pastoras cantaban a coro canciones sencillísimas apoltronadas en la blancura mullida de la nube a que se acercaba la Troyana. Penélope guardaba el mismo silencio que mantuviera momentos antes de que una saeta de fuego atravesara la pompa rosada y un mendigo vencedor del tiempo y las Tritonas la levantara en vilo y la condujera hasta el predio de las pastoras. La Troyana miró hacia abajo, lanzó al Abuelo un guiño triunfador que más bien parecía el titilar de un raro astro, y dio el paso más seguro de todo el trayecto.

Enmanuel tuvo que vivirlo todo para darse cuenta de que el hombre sólo entiende bien aquello que le ha ocurrido alguna vez, y desde la terraza donde conociera al Niño del Pífano, con un grito sin temor a ser escuchado pronunció el nombre de la Troyana y saltó convencido para siempre de que en la ilusión sólo era menester y grandioso jugarse la vida sobre un relámpago detenido entre dos nubes.


Morón, 1976
Nicaragua, 1989
La Habana, 1990


Capítulo Cincuenta



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