Capítulo XLVI

La pompa deshabitada iba danzando en una ingravidez inefable. Desde su redondez se escuchaba la música más angelical que se oyera en la ilusión. Surgía de su cristal un aroma de flores sin nombrar aún. Era una burbuja por inaugurar. Avanzaba como una invitación. Enmanuel se sintió atraída por ella hasta el enamoramiento, la devoción. Presumió que levitar adentro de ella, sin compromisos ni conflictos, sin aspiraciones ni fatiga, era como vivir en una flotación inocua, mecido por aire beatífico y en una sensación seráfica manándole eternamente del pecho. Era como si hubiera dejado de desear, como si todo fluyera dentro de él apaciblemente. Le pareció que la muerte de los inmaculados debía parecerse a ese estado, y el éxtasis lo soñó en la contemplación de la pompa que se alejaba despoblada, esparciendo su música y su aroma por la infinitud de las galaxias.

"Se parece al paraíso", dijo para sí, y el Niño del Pífano se le quedó mirando.

"Es el paraíso".

"¿Por qué nadie la habita?"

"Porque el paraíso le es dado sólo al hombre primitivo, al que no tiene conflictos de conciencia. Vivir sin conflictos es no vivir. El paraíso del hombre es la vida. En su batalla por alcanzarlo es que la transita, ahí su belleza, su encanto, los estímulos necesarios para que no sea agónica. Se necesita soñar con el paraíso".