Capítulo XLIV

En un torrente de palabras estalló la burbuja de los predicadores. Sus discursos apasionados inundaron la ilusión. Fue un carnaval retórico su explosión. Como eran hombres de fe inquebrantable, sus sermones se quedaron instalados en la noche, vociferando sus credos. Todos modulaban dulcemente sus voces para que Enmanuel acatara uno de sus principios. Eran proselitistas consumados y ni aún en el desastre renunciaron a sus postulados. El de túnica blanca, pelo rizado y ojos sin fondo parloteaba sobre Ra, daba todos los poderes al Sol. El de sandalia y cayado, cuerpo hermoso, gestos refinados y verbo sabio, musitaba melódicamente sobre el Olimpo y sobre la omnipotencia de Zeus, fuerza que alcanzaba no sólo a los hombres sino a las otras deidades. El de mirada piadosa, ademanes humildes y voz rallana en la súplica, envuelto su cuerpo por los más modestos ropajes, casi harapos, el estómago estragado por la frugalidad, elevaba su salmodia a favor de Jehová. El de torso desnudo, músculos de piedra negra, danza electrizante y cantos tropelosos, alababa a Olofi. El infatigable beduino, recorridos todos los desiertos, arropado por toda la negritud de sus telas, agradecía su cena y su palabra a Alá. Todos en un coro de salmos y cantares. Todos en un coro de promesas y castigos. Todos en un coro de Génesis y Apocalipsis. Todos en un coro. Y Enmanuel se preguntaba cuál tendría la razón, cuál sería portador de la verdad, en qué palabra se podría creer, a qué deidad entregarle el corazón.

Pero lo más terrible para él fue responderse por qué todos tenían necesidad de allegarse seguidores, para qué necesitaban que su verdad fuera la que triunfara, por qué polemizaban los unos con los otros, y se obstinaban en que sus profecías y sentencias eran las únicas valederas y ciertas. Se preguntó Enmanuel entonces cuál era su verdad persona. Y la respuesta le llegó desde lo más solitario de su ser, desde ese lugar impenetrable a donde únicamente podía acudir él, y chocar con el Niño del Pífano para hallar sus verdades.

"Dios existe porque el hombre está muy solo y necesita conversar con alguien", dijo el pifanista. "El hombre no está solo porque no tenga en quién confiar, sino porque solamente él puede decidir si confiará o no en otro. Si confía, convierte en Dios a su objeto de confianza. Cuando se ha cansado de confiar y de ser traicionado, habla con su Dios, se llame Obbatalá u Odín, Jehová o Poseidón. La primera necesidad del hombre es creer, en un Dios o en un semejante, pero creer. Si no cree, anda vacío, sin dedicación, sin orientación; es un ser demasiado abatible, demasiado vulnerable, demasiado voluble. El hombre necesita una doctrina, una guía. Sólo que cada doctrina se estratifica, y en sus gradaciones genera intereses y escaños a los que se aspira. Esos peldaños son los que hacen luchar al hombre, y entonces, pueden tornarse cómplices o contrincantes. El que alcanza escalones más altos opina estar más cerca de Dios, y con sus dones, a veces sin darse cuenta, aleja de la Providencia a los demás".

Enmanuel sopesó una a una las palabras del Niño del Pífano. Repasó despaciosamente cada discurso de los predicadores, que como una manada de tábanos sobrevolaban la noche después de la explosión de su pompa, y comprendió que de seguir a cualquiera de ellos arrostraría la larga cadena de intermediarios que imponía la jerarquización y que la distancia entre él y el Ser Supremo se extendería tanto como se extiende el universo frente al ojo del hombre. Los predicadores lo acusaron de anarquista, de solipsista, de incrédulo, de ateo, de luterano. Pero Enmanuel alzó la vista hacia la burbuja azul y supo que la Troyana también creía que el mejor medio de comunicarse con Dios era directamente, sin doctrinas ni intermediarios, y en medio de las explosiones, la confusión y el caos, la iluminación fue para Enmanuel como una levitación sin artificios de alquimista para acercarse un paso más a la verdad que buscaba.