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Introducción

Sobre el autor


Capítulo XLI


La Troyana, antes de que el Niño del Pífano la depositara sobre el relámpago detenido entre dos nubes, había sido Bruñila y había sido Rebelia. El duendecillo la inventó para que Enmanuel enfrentara el peligro del salto sabiendo que ella era todas a la vez, que en cada pisada que arriesgaba rebullían en su interior todas las zozobras y todos los enconos, todos los miedos y todas las esperanzas, todos los eriales y todas las floraciones, todas las impurezas y todas las virginidades. La perfección de la Troyana nacía del cúmulo de imperfecciones y benignidades que cada pompa habitada por el ser humano había depositado en ella. Residente de muchas pompas y electora de una, vivía, como cada habitante de la ilusión, expuesta a las trampas que acechan al hombre en su existencia.

No era la deidad adorable y tiránica a que equivocadamente se aspira. Era la mujer que en cada pisada sobre su cuerda floja apostaba su verdad y exigía ser asumida en toda su dimensión. Fue amiga de las Galindas y de los Cangúpidos. Visitó la tumba del Roquero y huyó de los ojos tontos y de la mugre en el cabello. Despreció a su Labriego y se enroló con un abandonador de pastoras. Despedazada y recompuesta, descubrió una mañana en que parecía desaparecer bajo el aleteo de un pájaro salvaje, metálico y ruidoso en el que se escapaban sus sueños, que ella también creía en la pompa azul. Y cuando le guiñara los ojos al Abuelo, estaba segura de que en la ilusión había un hombre debatiéndose entre jugarse la vida sobre un relámpago o perderse para siempre en la noche de las explosiones.

Enmanuel nació conociendo a la Troyana. Desde la mañana de la lluvia soleada, supo que la hallaría, por eso vivió sellándose los caminos, prohibiéndose cualquier regreso. Por eso no volvió los ojos atrás ni siquiera cuando Orión, el viejo perro familiar, ciego ya, aulló lastimero a través de la llovizna. Anduvo con ella y, sin atreverse a confesarlo, sin mostrarla, por tremedales y desiertos, por urbes y por selvas.

Pero ahora, en el momento justo de las definiciones, al borde de encontrarse con ella para siempre, recapitulaba su vida y el mundo con la minuciosidad de quien escogerá sabiéndolo todo. La burbuja de egoísmo no estalló. Giraba por el cielo como un gigantesco pastel. Sus pobladores vivían en el exterior y la circundaban, atropellándose, empujándose, apartándose los unos a los otros, mientras la devoraban a dentelladas golosas. Cuando consumieron totalmente su pompa, Enmanuel los vio desperdigarse por la noche, en busca de otras burbujas que arrasar, y el miedo le depositó en los huesos los fríos del más atroz de los inviernos.

"Si llegan hasta allá, la borrarán de la ilusión", dijo al Niño.

"Si les permiten que lleguen, ¿qué puedo hacer? Ahóndate, ahóndate…"

Las palabras del Niño del Pífano dejaron en Enmanuel un sabor de reproche. Los Apolóridas enviados por Ares para asediar a la Troyana no desaprovecharon la oportunidad para asaetear la pompa azul con todo tipo de lisonjas engañosas, y a tronar el cielo con sus aplausos galantes por la osadía, la audacia y la prestancia con que la equilibrista arriesgaba sobre el relámpago su anhelo mayor.

Enmanuel tuvo que indagarse todos los vericuetos del espíritu, recorrerse palmo a palmo las intenciones, desnudarse las aspiraciones, para comprender que su egoísmo propio había pastado junto con los que ahora, como una manada famélica, acechaban. Supo que el peligro no estaba en ellos, que el mayor peligro lo representaba su lastre para el salto. Al relámpago, a la pompa fabricada por la melodía, se asciende sólo para brindar, y él todavía exigía a cambio.

La Troyana, en una complicidad tácita con el Niño del Pífano, sabiendo lo que significaba para el hombre que se debatía, dejó fluir su pensamiento. "Déjenme en esta cuerda; saboreo mi falta de equilibrio y el riesgo paulatino del próximo traspiés. Mi miedo es casi físico, y a penas, a duras penas lo domino. Calculo a cada paso la armonía del tierno descalabro. Indemnes, mis costillas constatarán que ha sido sólo un lúdrico anhelo; no hallarán los galenos señal de la caída, ni oscuros nigromantes darán con el azar. Déjenme en esta cuerda, aquí no espero más que el sobresalto".

Enmanuel quiso saltar. La pompa azul se cerraría en cuanto el haz azul transparente concluyera la redondez. El Niño del Pífano, inmutable, interpretaba la Sinfonía de la Equilibrista, y en la noche seguían desapareciendo las burbujas que Enmanuel, en su ceguera, había recorrido desde la antigua llovizna que lo alejara de su casa, con su bocado preferido colocado por su madre entre sus prendas personales, creyéndolas habitables y evadiendo la única que lo haría feliz, porque el universo la había habitado para él, o el Niño del Pífano, con una enorme fuerza de voluntad, había rehabilitado.


Capítulo Cuarenta

Capítulo Cuarenta y Dos




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