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Introducción

Sobre el autor


Capítulo IV


Enmanuel despertó sobrecogido. Un rubor vergonzoso lo recorría espeluznándolo. Conocía muy bien la música que le estremecía cada vello. El Niño del Pífano se le había escapado sin su consentimiento por el aliento dormido, y acomodado en su ombligo interpretaba "La rapsodia de la vanidad". A la flor del pequeño jarrón le sobrevino un desmayo que la tumbó sobre la mesa de noche apareada a la cama. El libro de poemas que yacía a los pies del lecho quedó desolado cuando cada verso en silbidos silentes huyeron de las páginas dejándolas con la limpieza de lo vacío. Todo es mentira, todo es mentira, chillaban los degollados versos, los traicionados versos, los deshonrados versos. El abandono se instaló en la habitación e implantó su tiranía. Mandaba a Enmanuel que recordara y tenía que recordar. Lo impelía a la recriminación y había de recriminarse. Lo condenaba al desasosiego y en ese estado lo dejaba hasta que decidiera entre seguir ciego, jugando a todos los azares para los que no estaba preparado o convocara definitivamente al Niño del Pífano.

Aquella noche, con toda la ceguera de su inocencia, quería ser malvado, no aceptar los mandatos del abandono, no apelar al Niño del Pífano, quedarse para siempre en la tristeza. Se compuso el cuerpo y asistió a la fiesta de los cangúpidos. Creyó que la evasión lo salvaría. Los cangúpidos eran vecinos colindantes de La Ilusión, pero jamás sobrepasaron las fronteras. Temían de las búrbujas como de las maldiciones, y La Ilusión era un mundo de pompas. Pompas eran sus edificios, sus monumentos pompas, pompas sus parques, sus laberintos pompas, pompas sus adjetivos.

Llegó al Lagarto Embriagado, acompañado de una cangúpida emperifollada hasta el enceguecimiento y los beodos consuetudinarios celebraron su arribo con un torrente de elogios que, por repetidos en ese ámbito, tenían la fetidez de lo enconado. Lo asumieron como una novedad deseada y le mostraron el laberinto del despilfarro espiritual.

Fue falazmente feliz. La cangúpida ebria de falsedades, falsedad ella misma, lo zangoloteó impúdicamente durante el interminable asco de una cópula sin lindes y sin sueños, cuyo muestrario de frivolidades era capaz de dejar impotente al propio Príapo y luego lo obsequió, relamiéndose, al abandono en el que Enmanuel lloró, recordó, se recriminó y, desrriscado desasosiego abajo, despertó con el acre sabor de la soledad entre los labios.


Capítulo Tres

Capítulo Cinco




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