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Introducción

Sobre el autor


Capítulo II


El Niño alzó un pífano. Las dos notas, breves, apasionadas, pulcras, se tornaron miríada de burbujas que apenas si dieron tiempo para verlas antes de que explotaran una tras otra y el Niño encaneciera sin haber abandonado la infancia.

La más azul de las pompas se quedó flotando, suspendida por un hechizo intocado, en la inmensa noche de los descubrimientos, como esperando la gracia o el infortunio.

La rueca giró otra vez, y Enmanuel no lo notó. El hilo se combó levemente y cambió la suerte de los suspendidos en él. Estalló la pompa gris, dentro de la cual ardía la rueca, y Argos, el viejo y leal Argos, estuvo por más de media hora ladrándole a la noche de La Ilusión.

La Troyana hacía equilibrios sobre un relámpago detenido que pendía entre una nube y otra, arriesgando su anhelo mayor.

El Abuelo, quien suponía conocer todas las explosiones, se enjugó el sudor que invadiera, gélido, su frente. Pretendió cambiar la vista del cielo, mas se quedó atado a la inmensidad, y fue cuando la Troyana le lanzó un guiño que más bien parecía el titilar de un raro astro, y el Abuelo comprendió que había perdido toda su vida en equivocaciones.

El Niño del Pífano entonaba una melodía desconocida. Al son de la música la Troyana se acercaba a la otra nube. La sinfonía exótica ascendía plácida. Plácida trazaba un haz de luz azul transparente que como un reclamo hendía la oscuridad, atravesaba los cirros e iba envolviendo a la Troyana en una redondez perfecta.

El Niño acalló el pífano solamente cuando la noche estuvo iluminada por una nueva burbuja azul que le costó más de treinta años de música incomprensible. Guardó el instrumento y penetró sonriente por un poro de Enmanuel, a quien había colocado al borde del salto.

Afrodita dio un respingo somnoliento, asustada por lo que acababa de sentir en el Olimpo mínimo de su pecho, y de sus labios brotaron todas las bendiciones para el Niño del Pífano.

Ares no soportó aquella nimiedad encantadora que le naciera a un hombre cuando se desbarrancaba soledad abajo y que con una música extraña, nacida sabe Dios del corazón de qué ángel, reconstruyera la pompa que con tanto afán ella hubiera roto. Fue una furia ardorosa su corazón. Preparó al Abuelo para la batalla y esparció por toda La Ilusión un diluvio de calamidades.

Apenas Argos si tuvo tiempo para ovillarse a los pies de un mendigo que le sonriera en medio del desastre desatado por Ares. El abuelo suplicó a Enmanuel que asesinara al Niño del Pífano. La Troyana sintió el escalofrío de la caída y la ruptura de la nueva burbuja, pero el Niño, con el corazón virgen de miedo, recitó los versos infantiles más consoladores y esperanzados de La Ilusión:

Yo quiero una pompa
que tenga una puerta
con goznes de luz
y un tejado azul.

Yo quiero una pompa
donde quepa el sueño,
mi mirada y tú.

Yo quiero una pompa
con dos arlequines
que toquen la trompa.
Con dos mandarines
que sirvan la sopa
y dos bailarines
que sepan la jota.

Pero sobre todo
yo quiero una pompa
que no se me rompa.


Primer Capítulo

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