Capítulo XVII

Enmanuel había caído en un desmayo leve. Ares estaba a punto de triunfar cuando el Niño del Pífano lo sacó de su inconciencia.

"Eres un simple Werther", le dijo cuando volvió en sí. "A tu lado se arma y desarma el mundo y tú sin atreverte. ¿acaso no sabes lo que buscas?"

Y a los conjuros del Niño del Pífano comenzó a quebrase una burbuja que marchaba como un astro desorbitado. Trastabillaba, subía, bajaba, giraba, hacia la izquierda, hacia la derecha. Enfilaba el norte, luego el oeste, trazaba espirales, se dejaba caer y rebotaba. Era una burbuja dislocada. Teñida de terracota, con infinidad de perforaciones por donde, a veces, se introducía luz, guardaba en su interior a un ebrio de búsquedas, que era quien le indicaba ese camino sinuoso y voluble que recorría como un itinerario impredecible. El habitante de la pompa terracota había incursionado en todos los oficios, gastado todas las pretensiones, emprendido todas las hazañas, fracasados todos los intentos. Recorría los senderos de su pompa como un hombre escapado de su zapato.

La mañana en que tropezó con la cueva del titiritero quiso ser titiritero. Lo vio jugando con las sombras que proyectaba en las paredes de su caverna y le pregunto qué hacía. El de las sombras chinescas le respondió que le daba sentido a la vida de las marionetas.

"¿Sentido de la vida? ¿marionetas?"

"Sí. Ellas no existen, lo que existe es la sombra que proyectan. Ellas no lo saben y tampoco quieren aceptarlo. Son títeres ciegos, andan buscando pero no saben qué. Yo los ayudo con mis explicaciones. Sólo explicaciones puedo brindarles, no tengo más".

El habitante de la pompa terracota fracasó como titiritero, Platón se le había adelantado. Entró a un bosque donde cada hoja de árbol tenía inscripto un poema. Conoció a la loca, que toda vestida de blanco los escribía sin prisa. Adoró a la loca, propagó por toda la pompa la leyenda y una noche quiso ser como Emily Dickinson. Lo abuchearon cuando regresó anémico del bosque y sólo traía consigo un nudo inconexo de palabras vacías.

Siguió el haz de luz que penetraba centellando como una lentejuela por uno de los orificios de su pompa y trabó amistad con un campeón. El discóbolo lanzaba una y otra vez. Los músculos adoloridos no lo privaban de continuar. El sudor, irritándole los ojos, no lo apocaba. El pesado disco, más pesado en cada lanzamiento, no lo amilanaba. Continuaba lanzando el campeón.

"¿No te agotas?"

"No fuera campeón"

"Pero, ¿no te agotas?"

"Me agoto."

"¿Y entonces?"

"Continúo."

"¿Por qué?"

"Sigue buscando, para eso naciste", respondió el campeón y el hombre de la pompa terracota se vio perdido en un laberinto sin Minotauro, ovillo de Ariadna ni salida. Subió, bajó, giró hacia la izquierda, hacia la derecha, enfiló al norte, luego al oeste, pero nunca cerró los ojos y se miró las vísceras. Pero nunca cerró los ojos y descubrió el sueño que traía bajo su propia piel y siguió deslumbrado por los destellos de cada perforación de su burbuja.

Siempre creyó que todos eran mejores, que vivían mejor que él y perseguía fulgores ajenos. Nunca se conformó con la tenue lucecita que temblaba en su corazón y que hubiera podido engrandecer conociéndola y que corría el riesgo de extinguirse sin dueño.

No hubo más. La pompa terracota estalló sin que su habitante hubiera recompuesto la burbuja. Un reguero de relumbrones precedió al estallido de la burbuja. El soplo mágico del Niño del Pífano apagó el tímido fanal del hombre descarriado que murió sin saber que en el mismo estaba el fulgor que tanto buscó.

A Enmanuel lo sacudió el miedo de andar sin rumbo. Argos buscó con sus ladridos a un mendigo que le había prometido volver. El abuelo recibió el guiño de La Troyana y como una daga candente se lo clavó en el estómago.