SOCIEDAD
Un barrio chino sin chinos (I parte)
Oscar Mario González LA HABANA, Cuba - Marzo (www.cubanet.org)
- Decirle barrio chino a un lugar carente de chinos es algo así como un
dolor de cabeza sin cabeza, o una reunión del Comité sin cederistas;
un contrasentido de los muy frecuentes en este país. La escasez
de chinos en Cuba pude constatarla una vez más en la noche del 17 de febrero
con motivo de encontrarme en ese barrio disfrutando del año nuevo lunar.
Entonces conocí que el último censo realizado en el año 2005
arrojó la cifra de 287 nativos en toda la Isla. Ello contrasta con los
700 que leí en la prensa oficialista recientemente. De cualquier forma
por ahí andan las cifras. Si tenemos en cuenta que en 1958 algunos estiman
en más 50 mil el número, podemos decir que el totalitarismo acabó
con los chinos. Esta comunidad era, antes del tsunamis marxista, la más
vigorosa del continente. El barrio chino habanero: el mayor y mejor estructurado
de toda Latinoamérica con las dos terceras partes de la población
asiática asentada en la Isla. Su presencia fijaba los límites
del antiguo sector entre las calles Zanja y Reina, de Norte a Sur; y Belascoaín
y Galiano, de Este a Oeste. Los chinos poseían un cementerio aledaño
a la necrópolis de Colón, que alcanzaba mayor realce el día
de los fieles difuntos, cuando se abarrotaba de dolientes y el aire circundante
se impregnaba de olor a incienso y comida propia de aquella nación asiática.
Agrupados en medio centenar de sociedades de ayuda y recreación, contaban
con una imprenta donde se editaba el periódico de la comunidad. Ambas entidades
destinadas a promover la cultura y preservar las tradiciones de un pueblo cuyo
milenario desarrollo contribuyó de forma decisiva al avance de Occidente.
Las sociedades más importantes tenían escuelas para la instrucción
de los niños nacidos en Cuba y hasta servicios médicos para los
asociados. Dos salas de cine, "El Águila de Oro" y "Nuevo
Continental", exhibían películas chinas y esporádicamente
obras teatrales. Ello, sin contar el famoso teatro "Shangai", que aunque
no era chino estaba enclavado en la calle Zanja, y donde se exhibían obras
subidas de tono o pornográficas, según algunos. Hoy resultarían
inofensivas y recatadas, dado el inmenso avance y difusión de las cuestiones
relacionadas con el sexo. Seguramente para ningún pionero sería
desconocido nada de lo que allí se hacía o decía. Sendos
restoranes ostentaban las delicias de la cocina asiática: el majestuoso
"Pacífico", en la calle San Nicolás, y "La Muralla",
con asiento en el cuchillo de Zanja. A sólo unos metros uno del otro. El
primero, un regio edificio de 4 pisos donde se disfrutaba de las delicias culinarias
del gigante asiático en un ambiente típico, donde todo era chino,
desde la música hasta los cubiertos. Pero muchos se sentían
mejor y sin ningún asomo de etiqueta en el restaurante "La Estrella
de Oro", de Galiano y Zanja. Allí comían a sus anchas transeúntes
y trasnochadores; los dependientes, como legítimos hijos de la madre patria
asiática, hacían alarde de buen trato y prontitud en el servicio.
Estar en el Barrio Chino de entonces era sentirse sumergido en un mundo agradablemente
exótico, donde voces, palabras y murmullos, resonaban al oído en
una atmósfera de chucherías de inconfundible sabor y presencia.
Panetelitas y panecitos rellenos cocinados al vapor y elaborados a base de harina
de arroz; rollitos de primavera en cuyo interior se escondía el marisco,
la carne de cerdo o res molida o picadita, con aderezo propio y acompañado
de frijolitos o acelga; las simples calabacitas cocinadas en cal y las deliciosas
maripositas con alas de masa de empanadilla y un "engaño" de
picadillo condimentado. El Barrio Chino era, sobre todo, la vitrina real
y espontánea de una raza laboriosa trasplantada a esta tierra, de la cual
extraía el sustento, y a la vez enriquecía con el amor de su trabajo.
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