La
última estación del olvido
Raul Rivero, El
Nuevo Herald, 28 de enero de 2007.
Madrid -- A medianoche, cuando todo el mundo
dormía en las celdas de castigo, tres guardias
amarraron a Roberlei Villalobos a una silla y
lo golpearon hasta que perdió el conocimiento.
El amanecer lo sacó a patadas de un sueño
en el que cantaba un bolero y se acompañaba
con una guitarra de plomo que echaba candela por
las cuerdas y le quemaba los dedos y las manos.
Era una pesadilla de fiebre de 40. Tenía
fracturados los dos brazos, varias heridas en
la cabeza y estaba tinto en sangre.
Roberlei nació en Ciego de Avila hace
un poco más de 30 años. Es compositor,
escribe poesía y teatro. Cuando era muy
joven, fue a parar a la cárcel por un delito
menor, una bronca familiar y de barrio que le
cambió la vida.
Ese episodio y otros de enfrentamientos con reclusos
violentos lo convirtieron en un hombre peligroso
en la nómina de la desbordada cárcel
de Canaleta. Cuando lo conocí llevaba muchos
años tras las rejas y era un tipo reservado
y alerta que quería leer, saber del mundo
y sacarse de adentro los peligros, los riesgos,
la celada perenne que acecha en los pasillos,
el cepo, el patio y las puertas intermedias de
una prisión.
Creo que él, como la mayoría de
la población penal que cumple condenas
por los llamados delitos comunes, padecen también
la ineficacia, el desatino y el desbarajuste político
que vive Cuba hace medio siglo.
Integran un grupo humano, un sector de la sociedad
cubana, sin amparo legal, con total desconocimiento
de sus derechos, en medio de la indigencia, mal
alimentados, una pésima atención
médica y bajo los bastones y la ira de
ciertos esbirros que enterraron hace tiempo la
decencia y el profesionalismo.
Son miles de hombres regados en las más
de 300 cárceles de esa isla, por delitos
que tienen que ver con las delirantes leyes del
código penal criollo, escrito bajo la realidad
de la miseria, las penurias diarias y la ruina
de una economía enferma, comprimida en
las estructuras zozobradas del comunismo.
Allí está, estará todavía,
Eusebio Forte, un viejo que mató su caballo,
vendió una parte y sirvió la otra
en una fuente de peltre, en forma de bistés
esponjosos y oscuros. Seguirá, cerca del
portalón de la cocina, a la caza de un
plátano burro, con sus heridas de guerra,
Virgilio Valdés, a quien, desde su cargo
en el Ministerio de Transporte, le dio por negociar
unos motores para salir del barretín del
sueldo.
Me parece verlo todavía vivaquear en el
pasillo central. Es Tony Gálvez que entró
a un bar a robar la recaudación del día
y no había ni un centavo. Tenía
hambre, se sentó a comerse un panqué
duro y, en ese desayuno adelantado de las cuatro
de la madrugada, ahogado con la corteza de la
pastelería de Comercio Interior, lo sorprendió
un policía. El panqué más
caro de su vida, llevaba dos años presos
cuando me lo contó.
Allá están los que robaron un radio
viejo, doce palomas, tres sábanas de un
cordel, un jeans de una ventana (¿verdad
que sí, capitán Bongó?),
unos litros de petróleo, unas pizzas a
un discapacitado y los famosos matarifes múltiples,
con los fantasmas de sus vacas durmiendo con ellos
en las literas.
Desde luego que hay criminales y falsificadores
y ladrones de otros reinos porque, como se dice
en las prisiones, nadie está tras las rejas
por ayudar a una ancianita a cruzar una calle.
Es verdad que la policía política
utiliza algunos de esos personajes para presionar,
golpear y acosar a los políticos (¿qué
tal, Carlos Seguí), pero es una minoría
degradada, sin contactos ya con la vida, vendidos
a sus opresores por una visita o un pase de unas
horas.
Recuerdo que cuando el doctor Oscar Elías
Biscet salió de la prisión Cuba
Sí, de Holguín, después de
tres años de encierro, anunció que
crearía una fundación para luchar
también por los presos comunes. El aprendió
muy bien a diferenciar a unos de otros y conoció
de cerca los dolores de los humedales y las palizas.
Un gran por ciento de esos presos comunes necesitan
que llegue la justicia a Cuba. Necesitan de la
verdadera democracia para recobrar su libertad
y su derecho ciudadano a ganarse la vida con un
trabajo honrado. Ellos también aspiran
a un país donde nadie tenga que matar en
las sombras un caballo.
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