PRENSA INTERNACIONAL
Abril 23, 2007

Las muertes de los otros

Néstor Díaz De Villegas, El Nuevo Herald, 22 de abril de 2007.

Al final de la proyección, en el cine de Pasadena donde fui a verla, el público aplaudió La vida de los otros, ganadora del Oscar al mejor filme extranjero del 2006. Salí a la calle satisfecho de comprobar que el tema del totalitarismo de izquierda lograba por fin imponerse en la imaginación de los norteamericanos. ¿Se habrían sensibilizado con las desgracias de ''los otros''? ¿Y cómo lo habrían logrado los alemanes? ¿Qué técnicas, qué trucos cinematográficos se hacían necesarios para provocar un estallido de aplausos en solidaridad con las víctimas del terror socialista?

Afuera me encontré con un amigo cineasta, y le participé mi asombro. ¿Cambiaban los tiempos? Mientras tomábamos un café en Starbucks, volvimos sobre el tema: ''Nada de eso'', me corrigió, en tono confidencial. ``Cuando la policía política instala micrófonos en el apartamento de un poeta disidente para espiarlo, los americanos se sienten aludidos, se ven a sí mismos, y por eso aplauden''.

¡No podía ser! ''Así es'', insistió. Es más, mi amigo estaba convencido de que la única razón (''Bueno, no la única, pero es una razón de peso'') por la que La vida de los otros ganó el Oscar a la mejor película extranjera, es que la Academia había hecho una lectura local, incluso provinciana, del tema del terror. Los miembros de la Academia habían visto en ese filme anticomunista una parábola del Patriot Act.

Bueno, los americanos son terriblemente narcisistas, y vivimos, después de todo, en un enclave del liberalismo. No es para asombrarse. Le recordé el viejo adagio: ''Washington es el Hollywood de los feos'', mientras él me aconsejaba que fuera más cuidadoso con mi terminología: ¿liberalismo? Me recordó que el nombre oficial de ese estado policiaco que tan bien retrata La vida de los otros, era, nada menos, que la República ''Democrática'' Alemana. ¿Estaba confundiendo la democracia con los demócratas, la gimnasia con la magnesia?

Me fui a casa dándole vueltas a esos retruécanos, y no pasó mucho tiempo antes de que se me presentaran otros más siniestros. Los periódicos comenzaban a comparar el Muro de Berlín con la valla de la frontera mexico-americana. Ultimamente, esa demarcación había dejado de ser un simple límite geográfico para convertirse en un muro, en ''el Muro''. Y aunque no había comparación posible, se insistía en compararlos, ¡y en igualarlos!

Todo el tenebroso universo ''orwelliano'', concebido por el gran escritor inglés como una crítica de la dictadura soviética a partir de su desengaño con el estalinismo, había sido confiscado por Hollywood, y reimaginado como un ataque a la sociedad postindustrial. Ya 1984 no sería más la profecía del soviet que nos acecha a la vuelta de la Historia, sino la metáfora de un maccarthismo avant la lettre. Hasta Guantánamo había dejado de ser el campo minado donde durante más de cuatro décadas miles de fugitivos perdieron las vidas intentando escapar de una dictadura. Los ideólogos gringos se las habían agenciado para transformarlo, valiéndose de un truco de prestidigitadores, en el cliché de ''su'' imaginaria dictadura republicana, y en sinónimo de una tortura que escamoteaba, necesariamente, la tortura de ``los otros''.

La próxima vez que nos encontramos en el cine, mi amigo y yo quedamos en ser más cautos, más exigentes, y en resistirnos a las apropiaciones históricas. A las expropiaciones, me corrigió mi amigo: ``Expropiaciones. Los bienes malversados son las vidas de los otros. O si lo prefieres, las muertes de los otros''.



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