Las
muertes de los otros
Néstor Díaz De Villegas,
El Nuevo
Herald, 22 de abril de 2007.
Al final de la proyección, en el cine
de Pasadena donde fui a verla, el público
aplaudió La vida de los otros, ganadora
del Oscar al mejor filme extranjero del 2006.
Salí a la calle satisfecho de comprobar
que el tema del totalitarismo de izquierda lograba
por fin imponerse en la imaginación de
los norteamericanos. ¿Se habrían
sensibilizado con las desgracias de ''los otros''?
¿Y cómo lo habrían logrado
los alemanes? ¿Qué técnicas,
qué trucos cinematográficos se hacían
necesarios para provocar un estallido de aplausos
en solidaridad con las víctimas del terror
socialista?
Afuera me encontré con un amigo cineasta,
y le participé mi asombro. ¿Cambiaban
los tiempos? Mientras tomábamos un café
en Starbucks, volvimos sobre el tema: ''Nada de
eso'', me corrigió, en tono confidencial.
``Cuando la policía política instala
micrófonos en el apartamento de un poeta
disidente para espiarlo, los americanos se sienten
aludidos, se ven a sí mismos, y por eso
aplauden''.
¡No podía ser! ''Así es'',
insistió. Es más, mi amigo estaba
convencido de que la única razón
(''Bueno, no la única, pero es una razón
de peso'') por la que La vida de los otros ganó
el Oscar a la mejor película extranjera,
es que la Academia había hecho una lectura
local, incluso provinciana, del tema del terror.
Los miembros de la Academia habían visto
en ese filme anticomunista una parábola
del Patriot Act.
Bueno, los americanos son terriblemente narcisistas,
y vivimos, después de todo, en un enclave
del liberalismo. No es para asombrarse. Le recordé
el viejo adagio: ''Washington es el Hollywood
de los feos'', mientras él me aconsejaba
que fuera más cuidadoso con mi terminología:
¿liberalismo? Me recordó que el
nombre oficial de ese estado policiaco que tan
bien retrata La vida de los otros, era, nada menos,
que la República ''Democrática''
Alemana. ¿Estaba confundiendo la democracia
con los demócratas, la gimnasia con la
magnesia?
Me fui a casa dándole vueltas a esos retruécanos,
y no pasó mucho tiempo antes de que se
me presentaran otros más siniestros. Los
periódicos comenzaban a comparar el Muro
de Berlín con la valla de la frontera mexico-americana.
Ultimamente, esa demarcación había
dejado de ser un simple límite geográfico
para convertirse en un muro, en ''el Muro''. Y
aunque no había comparación posible,
se insistía en compararlos, ¡y en
igualarlos!
Todo el tenebroso universo ''orwelliano'', concebido
por el gran escritor inglés como una crítica
de la dictadura soviética a partir de su
desengaño con el estalinismo, había
sido confiscado por Hollywood, y reimaginado como
un ataque a la sociedad postindustrial. Ya 1984
no sería más la profecía
del soviet que nos acecha a la vuelta de la Historia,
sino la metáfora de un maccarthismo avant
la lettre. Hasta Guantánamo había
dejado de ser el campo minado donde durante más
de cuatro décadas miles de fugitivos perdieron
las vidas intentando escapar de una dictadura.
Los ideólogos gringos se las habían
agenciado para transformarlo, valiéndose
de un truco de prestidigitadores, en el cliché
de ''su'' imaginaria dictadura republicana, y
en sinónimo de una tortura que escamoteaba,
necesariamente, la tortura de ``los otros''.
La próxima vez que nos encontramos en
el cine, mi amigo y yo quedamos en ser más
cautos, más exigentes, y en resistirnos
a las apropiaciones históricas. A las expropiaciones,
me corrigió mi amigo: ``Expropiaciones.
Los bienes malversados son las vidas de los otros.
O si lo prefieres, las muertes de los otros''.
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