La Iglesia de Fidel
Andres Reynaldo, El
Nuevo Herald, 12 de abril de 2007.
Amedida que Fidel Castro se va diluyendo en sus
detritus físicos y mentales (una diarrea
por aquí, un adolescente análisis
sobre el etanol por allá), crece en mí
una espeluznante pregunta: ¿cómo
es que pudimos haber sucumbido por casi medio
siglo a este hombre brutal, esencialmente fraudulento
y tan vulgar en sus maneras como en su lógica?
La respuesta, entre otros muchos factores internos
y externos, acusa una deficiencia de nuestra identidad,
notable a primera vista en la debilidad de las
instituciones nacionales al momento del triunfo
de 1959. Así como no hubo ejército,
parlamento, partidos políticos, gremios,
estamento intelectual, clase empresarial ni iglesias
con la voluntad y el músculo para tronchar
el 10 de marzo de 1952, tampoco los hubo siete
años después para evitar que el
país se desbarrancara en manos de este
aventurero, enfermo de sí, que lo mismo
podía destruir la industria ganadera tras
leerse el prólogo de un libro sobre inseminación
artificial que dirigir una guerra en Africa por
control remoto sin reparar en la opinión
de sus generales de carrera ni medir costos económicos
ni humanos. Somos aquello que nos seduce. Y a
nosotros nos sedujo aquello.
Con pedazos de nuestras entrañas, sin
embargo, todos hemos pagado nuestra ligereza.
La saturnal trituradora del castrismo se ha nutrido
por igual de ricos y pobres, beatos y comunistas,
eminentes pensadores y humildes carboneros, viejos
y jóvenes. La familia que no añora
a un exiliado, llora a un preso político.
El padre que no ha visto prostituirse a su hija,
la ha visto morderse la lengua o salir a darle
un acto de repudio a un vecino de toda la vida.
El hogar que retuvo la prosperidad, acaso no consiguió
retener la alegría. Cierto, es una dictadura
sin cadáveres en la calle. Pero en sus
calles sólo verás almas muertas.
Y las más muertas de esas almas asumen
la encarnada y ridícula apariencia de los
miembros de la Conferencia de Obispos Católicos
de Cuba. Ante el paradigma de una iglesia latinoamericana
que en las últimas décadas ha predicado
la libertad y la dignidad del hombre con una ametralladora
apuntándole la frente, nuestras eminencias
tramitan la florida liturgia del acomodo romano.
A lo largo de 40 años se les ha olvidado
hacer misa diaria por los prisioneros de conciencia,
los fusilados, los jóvenes que desaparecen
en alta mar queriendo escapar a un destino sin
horizonte, los católicos privados de empleo
y de la posibilidad de una carrera universitaria,
pero no tardan 72 horas en convocar a la oración
por el restablecimiento de Fidel. Ahora, el recién
estrenado Obispo de Pinar del Río, Jorge
Enrique Serpa Pérez, acaba de cerrar la
revista Vitral, la única voz de la Iglesia
Católica que daba fe de una zozobrante
independencia ante el poder y de un compromiso
profundo con la realidad de la isla.
Si en el púlpito salvadoreño regado
con la mártir sangre de Monseñor
Oscar Arnulfo Romero el Cristo podía sonreír
triunfal, no sería descabellado pensar
que en el de Serpa o el Cardenal Jaime Ortega
Alamino tendría que taparse las narices.
Sordos al dolor de su pueblo y recalcitrantes
con los sacerdotes que osan levantar su prédica
contra la injusticia, la alta jerarquía
católica disculpa su espectacular cobardía
en la dificultad de mantener viva la fe frente
a una dictadura totalitaria. Cuando se les dice
que la pasividad les resta autoridad moral ante
su rebaño, se nos bajan con el sermón
de ganar espacio a cambio de mesura. Incapaces
de imitar al Crucificado, nos quieren convencer
de que saben imitar a Maquiavelo. Pretenden ignorar
que vale más un vacío acusador que
una presencia cómplice.
El asco rebosa el cáliz cuando aquí
en Miami salen notables figuras de nuestro clero
empeñándose en ponerle vaselina
al mal rato. O cuando escuchamos que toda esta
eucaristía de la censura se elucubra entre
la Secretaría de Estado del Vaticano y
la nunciatura en La Habana, a manos de dignatarios
que dedican un minuto a pensar en la tragedia
de Cuba mientras se dan otra capa de esmalte en
las uñas de los pies. No, eminencias, ante
una dictadura de cualquier signo el papel de una
iglesia seguidora de Cristo no puede ser otro
que la subversión por la palabra y el regenerador
ejemplo del sacrificio. Así fue la iglesia
que salvó a Fidel de una muerte probable
en 1953, la de los estudiantes que caían
ante el paredón de fusilamiento castrista
gritando ''¡Viva Cristo Rey!'', la del saliente
obispo pinareño José Siro González
Bacallao, la del arzobispo de Santiago de Cuba,
Pedro Meurice, y la de decenas de sacerdotes que
sangran en carne propia la insoportable penitencia
de ver a su nación destruida por una familia
de vividores y cuatreros.
Haría bien Serpa en preguntarse si la
suya es la iglesia del pueblo llagado por el castrismo
o la iglesia que en el siglo XIX bendecía
a las tropas de Valeriano Weyler; si la suya es
la iglesia que en la década de 1950 daba
refugio a José Antonio Echeverría
o la que entregaba una hostia frívola en
las fauces de Carratalá y Ríos Chaviano.
Haría bien en recordar los sufrimientos
que compartió con los humildes y los perseguidos
durante su combativo ejercicio en Colombia, y
volver a escuchar en el espejo del tiempo el desgarrador
reclamo de los jóvenes colombianos que
tomaban el camino de una tremebunda violencia
frente a un futuro sellado por la opresión
y la desesperanza. El mismo reclamo de los cubanos
que buscaban en las páginas de Vitral una
exigua gota de razón y verdad. Ya que les
queda grande la misión de salvar almas,
¿por qué no tratan al menos de salvar
la cara?
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