Mano
a mano
Andres Reynaldo, El
Nuevo Herald, 6 de abril de 2007.
La visita a Cuba del canciller español
Miguel Angel Moratinos ha dejado una estela de
amargura entre los cubanos amantes de la libertad,
a derecha e izquierda, en la isla y el exilio.
Viene a quebrar el consenso de la comunidad europea
para exigir al castrismo el respeto a los derechos
humanos, la liberación de los presos políticos
y otras medidas que alivien el insoportable nivel
de opresión política y económica
que vive nuestra nación.
El presidente del gobierno español, José
Luis Rodríguez Zapatero, retoma, sin mucho
retoque, la política que durante 14 años
mantuvo su antecesor socialista en el poder, Felipe
González. Ya se sabe que cada país
lleva las relaciones internacionales que cuadran
a sus intereses. España no es la excepción.
De modo que el asombro no llegaría al escándalo
si a las cosas se las llama por sus nombres. Pero
los socialistas españoles insisten en que
el acercamiento al castrismo se hace, mire usted,
pensando en el bien de todos los cubanos.
Durante años, muchos nos hemos preguntado
por qué la izquierda democrática
española baja la voz y camina de puntillas
frente a Fidel Castro. Era de esperar que les
recordara en carne viva, a veces hasta con los
mismos gestos, los mismos discursos y la misma
metodología fascista, las privaciones y
los sufrimientos padecidos bajo la larga dictadura
de Francisco Franco. Es hora de empezar a preguntarse
si, por contradictorio que parezca, el atractivo
reside precisamente en el parecido.
España es la piedra fundacional de la
identidad latinoamericana. Tanto más en
la siempre fiel isla de Cuba. Su transición
a la democracia y su espectacular salto a un primer
plano en Europa constituye un paradigma para nuestras
zarandeadas repúblicas. En su intensa y
viable dinámica civil, en su pujante y
libertaria cultura, en su defensa de los valores
de civilización, los demócratas
cubanos encuentran modelo y brújula. Para
los socialistas españoles, nuestra admiración
no tiene por qué ser una cláusula
de compromiso. Pero debía inspirar, al
menos, un trato menos frívolo.
Es loable que Zapatero no implemente una política
de confrontación con La Habana. Las agresiones
no van a cambiar la naturaleza del castrismo.
Sin embargo, es oportuno recordar que el diálogo
tampoco. En las décadas de 1980 y 1990,
algunos líderes socialistas europeos creyeron
que podían mover el castrismo hacia un
camino de reformas, sobre todo, después
del colapso de la Unión Soviética.
Ocurrió todo lo contrario. Al amparo de
una falsa expectativa de cambio, la dictadura
se desembarazó de las apariencias de colegialidad
y legalidad clásicas del socialismo real
y devino en una especie de trujillismo ilustrado.
De nada valió que González bailara
con Fidel en Tropicana.
El castrismo cambiará bajo el peso de
su propio descalabro. Falta por ver si será
para mejor o peor. En su hermética lógica
de supervivencia, cada concesión al exterior
le exige una máxima ganancia propagandística
y una mínima concesión estructural.
Pueden liberar a cuentagotas a una decena de presos
políticos. Pero no van a vaciar las cárceles.
Pueden dejar que el ex presidente Jimmy Carter
hable en la Universidad de La Habana. Pero no
van a dejar que los estudiantes hablen como Carter.
Si este marco de diálogo no satisfizo a
Madrid en sus relaciones con las dictaduras latinoamericanas
de derecha, ¿por qué le satisface
con Fidel?
El giro de la política de Zapatero augura
la doble dificultad de no servir a los mejores
intereses de Cuba ni España. La carta del
rey Juan Carlos a Fidel, escrita de su puño
y letra al sobrevolar la isla, excede las obligaciones
del protocolo y revela un afecto incongruente
con su ejemplar voluntad democrática. La
secretaria de relaciones internacionales del Partido
Socialista Obrero Español, Elena Valenciano,
dijo el jueves que tanto su partido como el gobierno
mantienen ''la mano tendida'' hacia la disidencia.
Lástima que con la otra mano acaricien
el cochambroso lomo de la dictadura.
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