De
La Habana
Miguel Ángel Aguilar, El
País, España, 7 de marzo de
2006.
"De La Habana ha venido un barco, cargado
de...", así comenzaba el pasatiempo
infantil que requería a cada participante
para seguir en el juego encontrar mercancías
con una letra inicial determinada. Ahora los barcos
no vienen cargados de La Habana. Cuba, el país
de toda América donde más quieren
a los españoles, vive momentos singulares.
Aquí, como en EE UU, los asuntos de Cuba
forman parte de la política interior, levantan
pasiones. En esas condiciones es difícil
establecer consensos que permitan el encauzamiento
de la inexorable transición cuando se acerca
el final de Castro. Porque nadie podrá
heredarle, nadie podrá comparecer con el
respaldo indiscutido de la nomenclatura para reclamar
a la población nuevos sacrificios, establecer
nuevas disciplinas o reprocharle nuevas desviaciones
tildadas de contrarrevolucionarias.
La España democrática que vivimos
tiene posición en los asuntos internacionales.
Una posición más o menos autónoma
o de acompañamiento, según los casos
y los lugares geográficos pero, en particular,
nuestra actitud respecto a Cuba arrastra un valor
añadido muy determinado que todos -en La
Habana, Washington, Bruselas o dónde sea-
reconocen. Ignorar esta realidad, desertar de
los deberes que nos impone y entregarnos a la
práctica indolente o decidida de cualquier
seguidismo sería una deserción penosa
por la que acabaríamos pagando un altísimo
precio. Lejos de nosotros propugnar absentismo
alguno de la política exterior en el Báltico,
Oriente Medio, Corea, Kazajstán o África
negra pero donde de verdad se nos espera es en
Cuba. Allí todo lo que hagamos u omitamos
y las formas que empleemos van a tener una relevancia
de gran calado para el régimen, para la
población, los inversores y para el futuro
de nuestras relaciones en otros planos muy diversos.
Han transcurrido ya 47 años con Fidel
Castro en el poder y por ósmosis el actual
régimen cubano ha terminado conformándose
a su imagen y semejanza. En los últimos
tiempos un sencillo silogismo en barbara empezaba
a cundir. Partía de las premisas de que
"todo hombre es mortal" (de general
aceptación) y de que "Castro es hombre"
(de creciente visibilidad por los achaques de
la edad) y de ahí derivaba la conclusión
de que "Castro es mortal". Dicen que
enterado el Comandante, ya en la raya de los ochenta,
decidió asumir esa hipótesis y se
adelantó a dictar las líneas del
poscastrismo como si ese tiempo, que se abrirá
a continuación también fuera a pertenecerle.
Ése fue el núcleo de su discurso
en la Universidad de La Habana en noviembre, donde
presentó una versión del "todo
quedará atado y bien atado" que aquí
conocemos bien. En España, nuestro general(ísimo)
entregaba la guardia fiel de esas ataduras al
Ejército. En la actual traducción
cubana se señala a Raúl Castro (76
años), jefe de las Fuerzas Armadas y de
los aparatos de Seguridad del Estado, como primer
relevo. Pero todos saben que más allá
de lo que marque la tabla Raúl no es Fidel.
Puede tener el control pero en absoluto el liderazgo.
El problema de las revoluciones como el de los
nacionalismos es que se edifican sobre la sospecha
generalizada de que los ciudadanos carecen del
suficiente fervor. Por eso, para inducir mayor
docilidad se les hace saber que en cualquier momento
pueden ser de nuevo examinados en torno a unas
fidelidades fuera de las cuales no hay salvación,
revolucionaria o nacionalista. Pasan los años,
también los decenios, los dirigentes septuagenarios
se encuentran siempre dispuestos a recordar como
hazañas las dificultades vencidas, a presentar
la perennidad como el éxito que les califica,
a pasar por alto las cuentas de los sacrificios
soportados por los demás cuando el guión
lo hace más conveniente. Entre tanto, se
añaden algunos jóvenes, dispuestos
a probar suerte mediante la ofrenda de una docilidad
sin tacha de escepticismos arrastrados y a servir
de ejemplo festejado. Pero tras 47 años
de revolución estamos de nuevo en el punto
de partida y como ha escrito Juan Antonio Rivera
en su libro Carta abierta de Woody Allen a Platón
lo malo de los inmensos planes colectivos es su
voracidad descomedida, el hecho de que necesitan
reclutar para sí las fuerzas de todos y
cada uno de los individuos y hacer añicos
sus planes de vida. Continuará.
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