La
generación que debía obedecer
Alejandro Armengol, El
Nuevo Herald. 06 de agosto de 2006.
Cuentan que a principios de la década
de los años 60, la época en que
Fidel Castro solía acudir por las noches
a revisar o preparar la portada del periódico
Revolución, sucedió esta anécdota.
Una noche, tras terminar Fidel su labor de editor
en jefe, Carlos Franqui, entonces director del
diario, bajó la escalera que llevaba a
su oficina y les dijo a varios reporteros: "Suban,
suban, para que conozcan a Fidel''.
Uno de ellos no respondió y se quedó
sentado.
Comenzaba a subir de nuevo la escalera Franqui,
cuando se dio cuenta de la ausencia.
"¿Qué pasa Rine? ¿No
quieres conocer a Fidel?''
Entonces Rine Leal, que continuaba tras su mesa
y había vuelto a escribir a máquina,
como si nada estuviera sucediendo, le dijo con
voz pausada y expresión inquieta.
"No, no. No tengo ningún problema
con conocer a Fidel. Lo que me preocupa es que
él me conozca a mí''.
De haber tenido igual oportunidad por los años
70, no hubiera mostrado una reserva igual a la
de Rine y mucho menos declarar una previsión
tan peligrosa. Veía a Fidel con frecuencia,
pero nunca nadie me lo presentó. Una noche
intenté acercármele, durante media
hora avancé lentamente en medio del grupo
que lo rodeaba y pensé haber logrado eludir
la vigilancia de dos de sus escoltas. Fue entonces
que un tercero, al que no había visto,
se limitó a decirme: ''Hasta aquí''.
Nunca más volví a intentarlo. Comprobé
lo que mucho antes Rine logró intuir: era
peligroso tratar de estar cerca de Castro.
¿Castro? Confieso que esta distinción
impuesta en Miami me resultó ajena por
muchos años y sólo ahora no me molesta.
Si empalagoso es el oír el ''Fidel'' o
el ''nuestro querido Fidel'' de los adulones en
la isla, tampoco me entusiasma un ''Castro'' que
quiere anular cientos de frustraciones en el exilio,
enfatizando con ira un apellido. Hoy puedo mezclar
ambas palabras a mi antojo, dueño al menos
de la forma de nombrarlo, sin practicar la fidelidad
de la isla ni el anticastrismo del exilio histórico.
Fidel fue una presencia frecuente -- a veces
venía una o dos veces por semana, en ocasiones
pasaban un par de meses sin verlo -- en la Plaza
Cadenas de la Universidad de La Habana cuando
yo luchaba por graduarme de físico nuclear
y luego de sicólogo. Más tarde,
esas visitas fueron distanciándose, pero
antes de que esto ocurriera decidió limitar
los temas de aquellas '''conversaciones'', que
con frecuencia se extendían por varias
horas. Nada de política internacional dijo
un día, "porque luego lo dicho por
él en aquel lugar se interpretaba como
la posición oficial del gobierno''.
Esa reserva inicial marcó el comienzo
de un distanciamiento. Poco a poco se encerró
más y más en su despacho de la Plaza
de la Revolución y en sus visitas programadas
o ''sorpresivas'' y en las actividades políticas
en las cuales consideraba indispensable su presencia.
Sin embargo, a punto de iniciarse la década
de 1980 -- que cambió por completo al país
con el éxodo del Mariel -- todavía
contemplaba a veces su caravana de jeeps soviéticos
Gaz-69 por la Avenida 26 en el Vedado, rumbo a
la Calle 23 para doblar a la izquierda y dirigirse
hacia Miramar y la zona de las playas, avanzando
a poca velocidad y respetando los semáforos.
El sentado al frente en uno de los vehículos.
Pienso que mi generación fue la última
que conoció a un Fidel más o menos
cercano, pero en muchos de nosotros esa cercanía
personal nunca logró disminuir el hecho
de que estábamos obligados a aceptarlo.
Cuando Castro finalmente muera, creo que podré
recuperar la imagen de un Fidel de poco más
de 50 años, que es la que domina mi vida
de adulto en Cuba, y también la del gobernante
joven que marcó mi niñez y adolescencia.
Pero en ambos casos, estos recuerdos sólo
serán un asidero para volver a mi propia
juventud y nunca una añoranza de una época
heroica.
Quienes el 1ro. de enero de 1959 éramos
niños, nacimos bajo un signo hasta cierto
punto siniestro: no somos los hijos de la Revolución
-- que vinieron después -- sino sus hijastros.
Por capricho o necesidad de la que nos enseñaron
era nuestra segunda madre -- la tan
traída y llevada patria cubana -- fuimos
entregados a un padre putativo, dominante y despótico,
también sobreprotector y por momentos generoso,
al que tratamos no sólo de complacer sino
de obedecer siempre. ''No nos quedaba otra alternativa'',
fue siempre nuestra justificación.
Vinimos al mundo con un destino injusto: ser
una generación puente. Nuestro pecado original
fue no nacer lo suficientemente temprano para
participar en la lucha revolucionaria, ni lo suficientemente
tarde para vivir en el "mundo glorioso del
comunismo''.
Nunca tuvimos derecho a la vana ilusión
de la infancia feliz de la pañoleta de
pionero ni al miedo real de la pistola terrorista
oculta bajo la camisa. Nuestro destino vulgar
se caracterizó por el aburrimiento: el
trabajo productivo y la guardia nocturna con el
fusil sin balas.
Lo primero que nos quitó la revolución
de Castro fue el derecho a la adolescencia. Mientras
los jóvenes en todo el mundo quemaban banderas
norteamericanas, desafiaban el poder establecido
y fumaban marihuana, nosotros -- pelados y obedientes
-- marchábamos bajo el sol ardiente y fingíamos
una moral estoica y una entrega absoluta a unos
ideales que nos habían impuesto sin nuestro
consentimiento.
No puedo entonces abrigar emoción alguna
por un Fidel heroico y rebelde. Me justifica la
esperanza de que mi sentimiento es compartido
por millares, que como yo recordamos con desprecio
al gobernante que nos prohibió a los Beatles,
obligó a tener el pelo corto e impuso la
insoportable estupidez de considerar que el vestir
un pantalón vaquero -- pitusas los llamábamos
entonces -- era una provocación ideológica.
Se hizo todo lo posible para impedirnos la posibilidad
de equivocarnos con una apariencia viril, de luchar
en uno y otro bando. Cuando llegamos a la edad
de matar y morir impunemente, las guerras habían
concluido, se limitaban a una opción para
escogidos y estaban distantes aún las conquistas
africanas plagadas de corrupción y sacrificios
inútiles (fue el exilio quien vino a librarme
de participar en ellas).
Cuando cumplí la mayoría de edad
estaba vigente la Ley del Servicio Militar Obligatorio,
el permiso de salida permanente del país
vedado para los jóvenes y la enseñanza
convertida en un ejercicio de chantaje que obligaba
a demostrar no sólo una callada obediencia
sino también una participación activa
en las "tareas de la revolución".
A mi generación le fue imposible ver en
Fidel al joven rebelde, apoyado o rechazado por
decisión propia, sino admitirlo como un
dios natural, impuesto por la historia convertida
en religión de las masas. Sus largos y
fatigosos discursos leídos con desgano
pero con apariencia de interés en reuniones
y ''plenos estudiantiles'', donde se ''discutían''
las oraciones pronunciadas por el Comandante en
Jefe para concluir sin disensión alguna
que todas eran perfectas, con las comas bien colocadas
y los puntos -- especialmente el punto final --
apuntando siempre al corazón del enemigo.
Fuimos maestros de la espera. Nos enseñaron
a dominar el arte de la paciencia: un futuro mejor,
un cambio gradual de las condiciones de vida,
un viaje providencial al extranjero. Nos enseñaron
también a no arriesgarnos, a no creer en
el azar, a resignarnos a la pasividad.
Todavía a veces seguimos esperando. Por
eso la incredulidad ante la noticia de la gravedad
de Fidel. Hemos hecho todo lo posible para cumplir
nuestro destino sin su presencia. Si hemos podido
desterrarlo de nuestras vidas, el día que
fallezca debemos tratar de olvidar su muerte lo
más rápido posible. No lograrlo
sería otra frustración. Intentarlo
al menos nuestra mayor esperanza.
aarmengol@herald.com
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