Castro
ve en Chávez un seguidor a ciegas
Carlos Alberto Montaner, Especial
para El
Nuevo Herald. 6 de noviembre de 2005.
Para lograr la consolidación del poder
en la etapa postcastrista y una sucesión
sin traumas que les garantizara la permanencia
en el gobierno, los herederos de Fidel Castro,
con razón, pensaban que era indispensable
una suerte de reconciliación con Estados
Unidos, y la muerte del Comandante parecía
ser un buen momento para impulsar este hecho.
Con ese objetivo, ciertos generales cubanos,
de acuerdo con sus mandos y utilizando como correo
a algunos militares norteamericanos de alta graduación
con los que se reunían periódicamente
para discutir cuestiones relativas a la base de
Guantánamo, enviaron varios mensajes de
concordia a Washington en los que se esbozaban
las concesiones que estaban dispuestos a efectuar
a cambio de una normalización de los vínculos
entre los dos países.
Sin embargo, la reacción del gobierno
norteamericano, especialmente durante el mandato
de George W. Bush, no fue receptiva a esa propuesta.
En primer lugar, entre los ideólogos y
estrategas norteamericanos, muy dentro de la línea
de pensamiento de Natan Sharansky en su obra The
case for democracy, existía un aprecio
real por las virtudes y las ventajas de las sociedades
donde se respetan los derechos humanos y civiles,
y, en segundo lugar, la experiencia del siglo
XX les había demostrado a los norteamericanos
que era moralmente injustificable y políticamente
contraproducente pactar con tiranías, aunque
aparentemente fueran favorables a los intereses
de Estados Unidos.
La política de Is a son of a bitch, but
is our son of a bitch siempre acababa terriblemente
mal para la sociedad norteamericana. Anastasio
Somoza, precisamente, terminó pariendo
al sandinismo, como Fulgencio Batista resultó
ser el padre directo del castrismo.
La conclusión, pues, de la administración
de Bush (y antes, probablemente, de algunos de
los funcionarios más notables del gobierno
de Bill Clinton), era que el único desenlace
cubano que realmente beneficiaba de forma permanente
a los intereses norteamericanos consistía
en que se desarrollara en la isla una democracia
abierta, plural y predecible; un Estado de derecho
respetuoso, homologable a las naciones libres
del mundo, con instituciones fuertes, en el cual
primara un sistema económico eficiente,
capaz de estimular el crecimiento sostenido, para
que los cubanos no desearan o necesitaran emigrar
a Estados Unidos.
Esa posición norteamericana, tan en consonancia
con los valores democráticos, tenía,
además, una ventaja electoral para quienes
la suscribían: estaba en sintonía
con la visión mayoritaria de los cubanos
radicados en Estados Unidos. La mayor parte de
esos dos millones de Cuban-americans no eran partidarios
de la sucesión intacta del régimen,
sino de una transición clara hacia la democracia
y la economía de mercado. Así que
la política norteamericana hacia Cuba defendida
por la administración de Bush cumplía
exactamente con los dos requisitos necesarios
para tener éxito: se ajustaba a los valores
e intereses norteamericanos y a los de la minoría
cubanoamericana.
Felizmente, esa coincidencia también abarcaba
a los cubanos dentro de la isla, quienes presumiblemente
coincidían con unos y otros en desear este
desenlace democrático. Naturalmente, esto
también quería decir que, tras la
muerte de Castro, Washington continuaría
presionando con el embargo, las transmisiones
radiales y de televisión hacia Cuba, el
apoyo a los demócratas de la oposición
interna y externa, y las denuncias en los foros
internacionales, hasta que realmente se abriera
en la isla el camino de la transición.
Fidel Castro contra la sucesión pragmática
planeada por sus herederos
En cualquier caso, no era la posición
norteamericana el único obstáculo
serio al que debían enfrentarse los herederos
de Castro. De pronto, en los últimos tres
años, surgía un enorme e irónico
inconveniente a sus planes, claramente revelado
en la primera semana de octubre pasado.
En Caracas, sin demasiada convicción y
con una gesticulación poco creíble
que desnudaba sus amargas dudas, aunque simulando
un gran entusiasmo, un abrumado Carlos Lage declaraba
que Cuba tenía dos presidentes: Castro
y Chávez. Y poco después, en el
mismo acto, Chávez declaraba que Cuba y
Venezuela eran el mismo país.
Esa simbiosis comenzó a forjarse con el
frustrado golpe contra Chávez efectuado
en abril del 2002. Este episodio, en el que Castro
jugó un papel relevante dándole
toda clase de respaldo a Chávez, marcó
un cambio de rumbo en las relaciones entre los
dos países. A partir de ese punto, Chávez
descubrió que necesitaba el apoyo de Castro,
de su policía política, de su astucia
como estratega y de sus técnicos y burócratas
para sostenerse en el poder; mientras Castro,
de manera creciente, fue percibiendo la alianza
con Chávez como un modo de sostener el
ímpetu revolucionario más allá
de la tumba cercana.
De alguna manera, Chávez necesitaba que
Cuba le sirviera de apoyo para no caer, como en
los años 60 Castro necesitó de la
vieja experiencia estalinista y del know how represivo
brindados por los soviéticos para sujetar
la estructura de la naciente dictadura. Por la
otra punta, Castro necesitaba a Chávez
para obligar a sus aburguesados herederos para
que continuaran dentro de la tradición
de rebeldía radical que él había
impuesto a la historia de Cuba como prueba de
su sello personal.
El pago de esos invaluables servicios cubanos
a Venezuela se efectuaría en petróleo
y créditos de una fantástica cuantía,
tomando en cuenta el pequeño tamaño
de la economía venezolana. Pero de ahí
dependía la supervivencia del chavismo.
Así que los subsidios fueron escalando
hasta casi alcanzar los 100,000 barriles diarios
de petróleo, a lo que se agregaban millonarias
importaciones de productos venezolanos financiados
con el dinero de los petrodólares.
La Cuba de Castro volvía a tener un socio
al cual esquilmar, como había hecho durante
los 30 años de vínculos con la URSS,
período en el que la patria del socialismo
y sus satélites europeos, según
la economista rusa Irina Zorina, transfirieron
unos $100,000 millones a la insaciable isla caribeña:
casi 10 veces el monto del Plan Marshall destinado
por Estados Unidos para reconstruir toda Europa
tras la Segunda Guerra Mundial.
Pero si importantes eran esos vínculos
económicos, más trascendentes aún
eran los políticos. La verdad es que Castro,
que siempre ha visto en su hermano Raúl
a un hombre leal, pero limitado y débil,
sin peso ni carisma, con poca voluntad, como revela
su incontrolada afición al alcohol, incapaz
de liderar un genuino proceso político;
y como el Comandante no ignoraba que, tras su
muerte, sus pragmáticos herederos enterrarían
su legado revolucionario, encontró en Chávez
al discípulo capaz de mantener su vieja
hostilidad ''contra el imperialismo yanqui y los
atropellos de la injusta sociedad capitalista'',
lo que, como al Cid, le permitiría continuar
cabalgando después de muerto.
Hermanados Castro y Chávez en los delirios
ideológicos, y dados ambos a las construcciones
utópicas, entre los dos no tardaron en
construir una nueva teoría de la historia
y de la política contemporáneas
que les permitía ''continuar la lucha''.
Esa teoría, llamada pomposamente ''el socialismo
del siglo XXI'' se concretaba en cuatro creencias
perfectamente articuladas para justificar sus
acciones, y todas fueron tácitamente explicadas
por Felipe Pérez Roque en un discurso reciente
también pronunciado en Caracas, plaza en
la que hoy se hacen todas las confidencias importantes:
o 1. Ya había pasado la etapa pesimista
del descrédito del marxismo y se revitalizaba
el modelo socialista colectivista con el que Lenin
había soñado.
o 2. El corazón y el cerebro de la nueva
revolución planetaria ya no podía
estar en Europa, un territorio fatigado y sin
ilusiones por culpa de la traición de los
soviéticos, y esa tarea quedaba encomendada
a los latinoamericanos.
o 3. Cuba y Venezuela eran los países
encargados de llevar adelante la revolución,
y Castro, simbólicamente, le entregaba
a Chávez la espada del marxismo-leninismo
para luchar por un mundo justo y maravilloso.
o 4. El enemigo a rematar era Estados Unidos,
principal obstáculo de la revolución
planetaria, pero el imperialismo yanqui caería
bajo el asedio de un continente latinoamericano
que, poco a poco, irá incorporándose
a las filas cubano-venezolanas, como ya se advierte
en la posible Bolivia de Evo Morales o en el regreso
de Daniel Ortega al gobierno de Nicaragua.
El final de la sucesión pragmática
Para los herederos de Castro, partidarios de
una sucesión pragmática y ordenada
que les garantizara el tranquilo disfrute del
poder, esta revitalización de los ideales
de conquista revolucionaria era una pésima
noticia.
Significaba volver a las andadas insurreccionales,
retomar el adiestramiento de terroristas y guerrilleros
(como ya se denunció hace pocos días),
calentar peligrosamente las relaciones con Estados
Unidos, y regresar a las tensiones de las décadas
de la Guerra Fría. Pero en una etapa en
la que no existe la Unión Soviética
para protegerlos con su paraguas atómico,
y en la que quienes están llamados a dirigir
la revolución ya no albergan ninguna ilusión
con el comunismo, ni la menor esperanza de que
lograrán terminar con el capitalismo para
instaurar el reino mundial de la justicia, como
sueñan Castro y Chávez, dos utópicos
incurables, enfermos de mesianismo.
Castro, pues, les legaba e imponía una
herencia envenenada: les dejaba un pintoresco
venezolano como guía espiritual y político,
un jefe al que no respetaban, incontinente oral
y medio tonto, del que se reían en privado,
y al que había que organizarle el gobierno
de principio a fin porque su capacidad gerencial
era prácticamente nula.
Asimismo, con un pie en la tumba, irresponsablemente,
Castro alentaba un anacrónico espasmo revolucionario,
tercamente dirigido a la conquista de América
Latina, sin detenerse a evaluar las condiciones
objetivas y subjetivas del momento histórico,
como les gusta decir a los partidarios de esa
secta palabrera.
Sin duda, esta alianza de última hora,
concebida para renovar los bríos y las
aventuras violentas que tanto gustan a Castro
y a Chávez, pone en peligro el destino
de la clase dirigente cubana, especialmente porque
no hay la menor posibilidad de que los delirios
de estos dos trasnochados personajes se conviertan
en realidad, y a medio plazo, como ya sospechan
melancólicamente los disgustados herederos,
es muy probable que la proyectada sucesión
pragmática, de la mano de Chávez
termine en una transición convulsa en la
que ellos y sus herederos, defendiendo una revolución
imposible, quedarían desamparados e irremisiblemente
situados en el bando de los perdedores.
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