PRENSA INTERNACIONAL
Noviembre 7, 2005
 

Castro ve en Chávez un seguidor a ciegas

Carlos Alberto Montaner, Especial para El Nuevo Herald. 6 de noviembre de 2005.

Para lograr la consolidación del poder en la etapa postcastrista y una sucesión sin traumas que les garantizara la permanencia en el gobierno, los herederos de Fidel Castro, con razón, pensaban que era indispensable una suerte de reconciliación con Estados Unidos, y la muerte del Comandante parecía ser un buen momento para impulsar este hecho.

Con ese objetivo, ciertos generales cubanos, de acuerdo con sus mandos y utilizando como correo a algunos militares norteamericanos de alta graduación con los que se reunían periódicamente para discutir cuestiones relativas a la base de Guantánamo, enviaron varios mensajes de concordia a Washington en los que se esbozaban las concesiones que estaban dispuestos a efectuar a cambio de una normalización de los vínculos entre los dos países.

Sin embargo, la reacción del gobierno norteamericano, especialmente durante el mandato de George W. Bush, no fue receptiva a esa propuesta. En primer lugar, entre los ideólogos y estrategas norteamericanos, muy dentro de la línea de pensamiento de Natan Sharansky en su obra The case for democracy, existía un aprecio real por las virtudes y las ventajas de las sociedades donde se respetan los derechos humanos y civiles, y, en segundo lugar, la experiencia del siglo XX les había demostrado a los norteamericanos que era moralmente injustificable y políticamente contraproducente pactar con tiranías, aunque aparentemente fueran favorables a los intereses de Estados Unidos.

La política de Is a son of a bitch, but is our son of a bitch siempre acababa terriblemente mal para la sociedad norteamericana. Anastasio Somoza, precisamente, terminó pariendo al sandinismo, como Fulgencio Batista resultó ser el padre directo del castrismo.

La conclusión, pues, de la administración de Bush (y antes, probablemente, de algunos de los funcionarios más notables del gobierno de Bill Clinton), era que el único desenlace cubano que realmente beneficiaba de forma permanente a los intereses norteamericanos consistía en que se desarrollara en la isla una democracia abierta, plural y predecible; un Estado de derecho respetuoso, homologable a las naciones libres del mundo, con instituciones fuertes, en el cual primara un sistema económico eficiente, capaz de estimular el crecimiento sostenido, para que los cubanos no desearan o necesitaran emigrar a Estados Unidos.

Esa posición norteamericana, tan en consonancia con los valores democráticos, tenía, además, una ventaja electoral para quienes la suscribían: estaba en sintonía con la visión mayoritaria de los cubanos radicados en Estados Unidos. La mayor parte de esos dos millones de Cuban-americans no eran partidarios de la sucesión intacta del régimen, sino de una transición clara hacia la democracia y la economía de mercado. Así que la política norteamericana hacia Cuba defendida por la administración de Bush cumplía exactamente con los dos requisitos necesarios para tener éxito: se ajustaba a los valores e intereses norteamericanos y a los de la minoría cubanoamericana.

Felizmente, esa coincidencia también abarcaba a los cubanos dentro de la isla, quienes presumiblemente coincidían con unos y otros en desear este desenlace democrático. Naturalmente, esto también quería decir que, tras la muerte de Castro, Washington continuaría presionando con el embargo, las transmisiones radiales y de televisión hacia Cuba, el apoyo a los demócratas de la oposición interna y externa, y las denuncias en los foros internacionales, hasta que realmente se abriera en la isla el camino de la transición.

Fidel Castro contra la sucesión pragmática planeada por sus herederos

En cualquier caso, no era la posición norteamericana el único obstáculo serio al que debían enfrentarse los herederos de Castro. De pronto, en los últimos tres años, surgía un enorme e irónico inconveniente a sus planes, claramente revelado en la primera semana de octubre pasado.

En Caracas, sin demasiada convicción y con una gesticulación poco creíble que desnudaba sus amargas dudas, aunque simulando un gran entusiasmo, un abrumado Carlos Lage declaraba que Cuba tenía dos presidentes: Castro y Chávez. Y poco después, en el mismo acto, Chávez declaraba que Cuba y Venezuela eran el mismo país.

Esa simbiosis comenzó a forjarse con el frustrado golpe contra Chávez efectuado en abril del 2002. Este episodio, en el que Castro jugó un papel relevante dándole toda clase de respaldo a Chávez, marcó un cambio de rumbo en las relaciones entre los dos países. A partir de ese punto, Chávez descubrió que necesitaba el apoyo de Castro, de su policía política, de su astucia como estratega y de sus técnicos y burócratas para sostenerse en el poder; mientras Castro, de manera creciente, fue percibiendo la alianza con Chávez como un modo de sostener el ímpetu revolucionario más allá de la tumba cercana.

De alguna manera, Chávez necesitaba que Cuba le sirviera de apoyo para no caer, como en los años 60 Castro necesitó de la vieja experiencia estalinista y del know how represivo brindados por los soviéticos para sujetar la estructura de la naciente dictadura. Por la otra punta, Castro necesitaba a Chávez para obligar a sus aburguesados herederos para que continuaran dentro de la tradición de rebeldía radical que él había impuesto a la historia de Cuba como prueba de su sello personal.

El pago de esos invaluables servicios cubanos a Venezuela se efectuaría en petróleo y créditos de una fantástica cuantía, tomando en cuenta el pequeño tamaño de la economía venezolana. Pero de ahí dependía la supervivencia del chavismo. Así que los subsidios fueron escalando hasta casi alcanzar los 100,000 barriles diarios de petróleo, a lo que se agregaban millonarias importaciones de productos venezolanos financiados con el dinero de los petrodólares.

La Cuba de Castro volvía a tener un socio al cual esquilmar, como había hecho durante los 30 años de vínculos con la URSS, período en el que la patria del socialismo y sus satélites europeos, según la economista rusa Irina Zorina, transfirieron unos $100,000 millones a la insaciable isla caribeña: casi 10 veces el monto del Plan Marshall destinado por Estados Unidos para reconstruir toda Europa tras la Segunda Guerra Mundial.

Pero si importantes eran esos vínculos económicos, más trascendentes aún eran los políticos. La verdad es que Castro, que siempre ha visto en su hermano Raúl a un hombre leal, pero limitado y débil, sin peso ni carisma, con poca voluntad, como revela su incontrolada afición al alcohol, incapaz de liderar un genuino proceso político; y como el Comandante no ignoraba que, tras su muerte, sus pragmáticos herederos enterrarían su legado revolucionario, encontró en Chávez al discípulo capaz de mantener su vieja hostilidad ''contra el imperialismo yanqui y los atropellos de la injusta sociedad capitalista'', lo que, como al Cid, le permitiría continuar cabalgando después de muerto.

Hermanados Castro y Chávez en los delirios ideológicos, y dados ambos a las construcciones utópicas, entre los dos no tardaron en construir una nueva teoría de la historia y de la política contemporáneas que les permitía ''continuar la lucha''. Esa teoría, llamada pomposamente ''el socialismo del siglo XXI'' se concretaba en cuatro creencias perfectamente articuladas para justificar sus acciones, y todas fueron tácitamente explicadas por Felipe Pérez Roque en un discurso reciente también pronunciado en Caracas, plaza en la que hoy se hacen todas las confidencias importantes:

o 1. Ya había pasado la etapa pesimista del descrédito del marxismo y se revitalizaba el modelo socialista colectivista con el que Lenin había soñado.

o 2. El corazón y el cerebro de la nueva revolución planetaria ya no podía estar en Europa, un territorio fatigado y sin ilusiones por culpa de la traición de los soviéticos, y esa tarea quedaba encomendada a los latinoamericanos.

o 3. Cuba y Venezuela eran los países encargados de llevar adelante la revolución, y Castro, simbólicamente, le entregaba a Chávez la espada del marxismo-leninismo para luchar por un mundo justo y maravilloso.

o 4. El enemigo a rematar era Estados Unidos, principal obstáculo de la revolución planetaria, pero el imperialismo yanqui caería bajo el asedio de un continente latinoamericano que, poco a poco, irá incorporándose a las filas cubano-venezolanas, como ya se advierte en la posible Bolivia de Evo Morales o en el regreso de Daniel Ortega al gobierno de Nicaragua.

El final de la sucesión pragmática

Para los herederos de Castro, partidarios de una sucesión pragmática y ordenada que les garantizara el tranquilo disfrute del poder, esta revitalización de los ideales de conquista revolucionaria era una pésima noticia.

Significaba volver a las andadas insurreccionales, retomar el adiestramiento de terroristas y guerrilleros (como ya se denunció hace pocos días), calentar peligrosamente las relaciones con Estados Unidos, y regresar a las tensiones de las décadas de la Guerra Fría. Pero en una etapa en la que no existe la Unión Soviética para protegerlos con su paraguas atómico, y en la que quienes están llamados a dirigir la revolución ya no albergan ninguna ilusión con el comunismo, ni la menor esperanza de que lograrán terminar con el capitalismo para instaurar el reino mundial de la justicia, como sueñan Castro y Chávez, dos utópicos incurables, enfermos de mesianismo.

Castro, pues, les legaba e imponía una herencia envenenada: les dejaba un pintoresco venezolano como guía espiritual y político, un jefe al que no respetaban, incontinente oral y medio tonto, del que se reían en privado, y al que había que organizarle el gobierno de principio a fin porque su capacidad gerencial era prácticamente nula.

Asimismo, con un pie en la tumba, irresponsablemente, Castro alentaba un anacrónico espasmo revolucionario, tercamente dirigido a la conquista de América Latina, sin detenerse a evaluar las condiciones objetivas y subjetivas del momento histórico, como les gusta decir a los partidarios de esa secta palabrera.

Sin duda, esta alianza de última hora, concebida para renovar los bríos y las aventuras violentas que tanto gustan a Castro y a Chávez, pone en peligro el destino de la clase dirigente cubana, especialmente porque no hay la menor posibilidad de que los delirios de estos dos trasnochados personajes se conviertan en realidad, y a medio plazo, como ya sospechan melancólicamente los disgustados herederos, es muy probable que la proyectada sucesión pragmática, de la mano de Chávez termine en una transición convulsa en la que ellos y sus herederos, defendiendo una revolución imposible, quedarían desamparados e irremisiblemente situados en el bando de los perdedores.

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