¿Qué
tan soberana es Cuba?
Rafael Rojas, El
Nuevo Herald, 31 de octubre de 2005.
Veamos, ¿cuál es la soberanía
adecuada para un pequeño país del
Caribe, como Cuba, a inicios de la era global?
¿La que se basa en la convivencia respetuosa
con sus vecinos de las dos Américas y la
diversificación de vínculos internacionales
con Europa, Asia y Africa, o la que sostiene el
régimen actual, aferrada a la confrontación
con Estados Unidos, el intervencionismo ideológico
en América Latina y el pleito recurrente
con las democracias europeas?
Reformulemos, mejor, la misma pregunta: ¿qué
país es más soberano? ¿El
que es capaz de negociar su autodeterminación
con una potencia vecina, sin anular las libertades
públicas de sus ciudadanos nacionales y
emigrados o el que confunde la soberanía
del pueblo con la del gobierno, la de la nación
con la del Estado y sólo concibe la independencia
como una guerra simbólica con el vecino
más rico y poderoso?
Bajo Fidel Castro, los diplomáticos y
políticos cubanos han olvidado que, entre
1934 y 1952, hubo una generación de estadistas
que aprendió a conciliar soberanía
y democracia, libertad e independencia. Casi siempre
recordamos a antiplattistas republicanos como
Manuel Márquez Sterling y Cosme de la Torriente.
Hoy me gustaría evocar a otro: el laborioso
historiador de Cárdenas, Herminio Portell
Vilá, borrado, como tantos otros republicanos
eminentes, de la historia de Cuba por el mesianismo
castrista.
La Enmienda Platt, como es sabido, fue derogada,
en 1934, por medio de una negociación entre
los gobiernos de Franklin Delano Roosevelt y Carlos
Mendieta y Montefur. Quienes, por parte de Cuba,
encabezaron aquella negociación en Washington
fueron el Secretario de Estado y veterano de la
guerra de independencia, Cosme de la Torriente,
y el importante intelectual y diplomático
republicano Manuel Márquez Sterling.
Al entonces joven historiador y revolucionario
antimachadista Herminio Portell Vilá, conocido
ya por obras como Historia de Cárdenas
(1928), Narciso López y su época
(1930) y Martí, diplomático (1934)
le tocó una tarea no menos decisiva: defender
la abrogación de la Enmienda Platt en foros
latinoamericanos y combatir, como ''delegado plenipotenciario''
de Cuba ante la VII Conferencia Internacional
Americana, celebrada en Montevideo, en diciembre
de 1933, el intervencionismo de los embajadores
norteamericanos Benjamin Sumner Welles y Jefferson
Caffery.
Pero la labor de Portell Vilá no sólo
fue decisiva para la abrogación de la Enmienda
Platt y la legitimación internacional del
antimachadismo, sino para dotar de contenido realmente
interamericano la formulación de la política
del ''buen vecino'' de Roosevelt. Como delegado
a la conferencia de Montevideo y como miembro
de su Comisión de Derecho Internacional,
Portell Vilá fue uno de los firmantes de
la Convención sobre Derechos y Deberes
de los Estados de América que estableció
en su artículo octavo que "ningún
estado tiene derecho a intervenir en los asuntos
internos y externos de otro''.
Sin embargo, para Portell Vilá, lo mismo
que para Márquez Sterling, la única
manera legítima de respetar ese principio
era por medio de la consolidación de un
régimen republicano y democrático.
Sólo con ''un gobierno libre y constitucional'',
decía en su célebre discurso en
Montevideo, con un ''congreso elegido'' y amplios
derechos civiles y políticos, los estados
podían lograr la credibilidad internacional
necesaria para defender sus soberanías.
Hoy, cuando vemos a diplomáticos castristas
--toda una contradicción en los términos--,
como Felipe Pérez Roque y Ricardo Alarcón,
justificar la ausencia de democracia en Cuba con
el argumento de la defensa de la soberanía,
vale la pena recordar la mejor tradición
de la diplomacia republicana. Las ideas de verdaderos
diplomáticos como Portell Vilá y
Márquez Sterling son la mejor refutación
de la premisa fundamental del castrismo: un país
latinoamericano sí puede y debe ser independiente
y libre, a la vez, soberano y democrático.
Más allá de lo gastada o inoperante
que pueda resultar la doctrina de la soberanía
nacional, en estos tiempos de interconexión
global, es bueno advertir que, hoy, en América
Latina, no es Estados Unidos, sino Cuba, el país
que menos respeta aquel artículo octavo
de la Conferencia de Montevideo por el que tanto
lucharon los diplomáticos de la república.
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