Cuba:
la sucesión que se pierde en el horizonte
Carlos Alberto Montaner, Especial
para El
Nuevo Herald. 30 de octubre de 2005.
Tras la muerte de Fidel Castro, los términos
de la disyuntiva que se erguía ante el
pueblo cubano parecían ser una sucesión
sin fisuras del castrismo, como sucedió
en Corea del Norte, o una transición hacia
la democracia y la economía de mercado,
como ocurrió en la Europa del Este después
de la caída del Muro de Berlín.
Sorpresivamente, ese panorama ha cambiado de
un modo drástico con la aparición
de un nuevo fenómeno: la alianza entre
Castro y el presidente venezolano Hugo Chávez.
Hasta hace tres años, Raúl Castro;
su yerno, el coronel Luis Alberto Rodríguez;
los generales Julio Casas, Abelardo Colomé
Ibarra, Ulises del Toro y Alvaro López
Miera, y los políticos y funcionarios Carlos
Lage, Felipe Pérez Roque, Ricardo Alarcón,
Francisco Soberón, Fernando Remírez
de Estenoz, más el resto de los herederos
menores del poder de Castro, discretamente habían
diseñado su hoja de ruta para gobernar
el país otros 20 años tras la muerte
del Comandante.
Se trataba del plan de sucesión que se
llevaría a cabo tras el entierro glorioso
de Castro y de la pública declaración
de adhesión inquebrantable y eterna a la
memoria y a la ideología del Máximo
Líder.
El proyecto era muy simple, y, desde la perspectiva
de la clase dirigente, parecía viable.
Una vez enterrado con honores el Comandante --
acaso en el Cacahual, junto a Antonio Maceo y
a Blas Roca, donde queda una tumba disponible,
o en la Plaza de la Revolución, dentro
de la siniestra tradición leninista, con
momia acristalada incluida --, se iniciaba una
apertura económica a lo China o a lo Vietnam,
con relaciones estrechas con las naciones desarrolladas
de Occidente, permitiendo tímidamente la
gradual aparición de la pequeña
propiedad privada entre los cubanos, pero manteniendo
simultáneamente un rígido control
político y económico, de manera
que no se les escapara de las manos el manejo
del país.
Todos ellos sabían que, para poder llevar
a cabo pacíficamente esa transformación,
necesitaban normalizar las relaciones con Estados
Unidos y, en menor medida, con la Unión
Europea. Así que para lograr ese objetivo,
que incluía el levantamiento del embargo
(una clarísima señal externa e interna
de legitimación), los herederos de Castro,
aparentemente, estaban dispuestos a ofrecerle
tres recompensas a Washington: el control de la
emigración clandestina, vigilancia sobre
el narcotráfico, y una disminución
del rol de Cuba como estandarte de la lucha anticapitalista
y antiamericana. O sea: tranquilidad en el vecindario
y una educada cordialidad internacional que ponía
fin a medio siglo de intranquilidad y discordia.
Además de esas recompensas reales, para
facilitar el cambio de la política americana
y europea, los herederos de Castro también
estaban maquillando un escenario simbólico
más aceptable para los principios y valores
occidentales. Desde hacía varios años,
la Seguridad del Estado había construido
o manipulado a ciertos grupos de oposición,
dentro y fuera de Cuba, para, en su momento, poder
transmitir la impresión de conceder un
mayor pluralismo político, donde habría
supuestos demócratas razonables y moderados,
dispuestos a desempeñar el dulce papel
de una oposición tranquila y obediente,
fiel a las instituciones nacionales, y circunscrita
a los minúsculos y muy vigilados espacios
de acción cedidos por el gobierno dentro
de la estricta legalidad vigente.
En ese escenario político de cartón
piedra, como aquellas hermosas aldeas Potemkin
diseñadas para engañar a la zarina
Catalina la Grande presentándole una idílica
visión de la paupérrima Rusia rural,
algunos de estos grupos de la oposición
manejados por la Seguridad se incardinarían
a las grandes familias políticas internacionales
-- democristianos, socialistas, liberales --,
y contribuirían a legitimar un sistema
en el que la tolerancia a la diversidad ideológica
sería más virtual que real, pero
suficiente para contentar a esos actores internacionales
permanentemente proclives a dar por bueno cualquier
síntoma menor de apertura que aflorara
en la Isla, aunque fuera fraudulento o estuviera
totalmente mediatizado.
Los herederos pragmáticos
En todo caso, el proyecto de los herederos era
reintroducir a Cuba, muy lentamente, en un sistema
híbrido de socialismo con elementos de
mercado, fuertemente intervenido y controlado
por el Estado, donde la clase dirigente -- el
entorno de Raúl Castro -- tuviera un férreo
control de la maquinaria económica, política
y militar que le garantizara el disfrute del poder
durante dos generaciones más. En ese largo
período, el Partido Comunista, pausadamente,
se iría convirtiendo en una especie de
PRI hegemónico hasta que la Isla, en algún
momento todavía imprevisible, arribaría
a un perfil de aceptable normalidad para los estándares
internacionales.
Para esas fechas, todos los protagonistas de
la revolución estarían enterrados
y sus descendientes tendrían asegurada
su pertenencia a la clase dirigente que habría
surgido en la nación. No existiría
peligro para ellos ni sus familiares.
Por otra parte, desde el punto de vista ideológico,
ese proyecto encajaba con el pragmatismo de unos
dirigentes que, a partir de la perestroika y de
la desaparición de la URSS, habían
perdido toda ilusión con el marxismo y
con el internacionalismo revolucionario que Castro
les había impuesto a lo largo de casi medio
siglo de sangrientas y alocadas aventuras.
Los generales y oficiales que habían pasado
por los 15 años de guerras africanas y
por múltiples episodios guerrilleros en
América Latina, se sentían más
cómodos administrando hoteles, fabricando
contenedores o importando computadoras que dedicados
a la improbable tarea de construir un paraíso
proletario sobre la tierra, hazaña que,
como habían comprobado, no sólo
era imposible, sino que resultaba inútil
y ruinosamente costosa.
Sin embargo, a pesar de esa realista, madura
y devastadora evaluación de la revolución,
para poder transformar una dictadura idealista
teñida por una misión imperial en
una dictadura doméstica despojada de cualquier
veleidad utópica, los herederos de Castro
necesitaban un discurso moral lo suficientemente
coherente como para soportar el cambio de rumbo,
y, en consecuencia, construyeron uno, práctico
y eficaz, aunque sin ningún calado intelectual.
En el terreno político, supuestamente,
era necesario mantener el sistema de partido único,
sin abrir de momento el juego democrático,
para evitar que Estados Unidos anexionara a Cuba,
mientras, simultáneamente, se hacía
indispensable cerrarles el camino a los exiliados
y a los vendepatria locales asociados a ellos,
siempre calificados como mafia, para impedir que
regresaran a vengarse cruelmente de los pobres
cubanos de la Isla.
Asimismo, resultaba indispensable mantener el
control de la economía en las manos de
los revolucionarios para preservar los cacareados
logros de la revolución en el campo de
la educación, la salud y los deportes.
La dictadura, pues, contaba con una coartada ideológica
para afrontar sin concesiones reales la nueva
etapa que se avecinaba, aunque prometiendo vagamente
que en el futuro esos duros rasgos autoritarios
se irían desvaneciendo en la medida en
que los peligros se disiparan.
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