PRENSA INTERNACIONAL
Noviembre 1, 2005
 

Cuba: la sucesión que se pierde en el horizonte

Carlos Alberto Montaner, Especial para El Nuevo Herald. 30 de octubre de 2005.

Tras la muerte de Fidel Castro, los términos de la disyuntiva que se erguía ante el pueblo cubano parecían ser una sucesión sin fisuras del castrismo, como sucedió en Corea del Norte, o una transición hacia la democracia y la economía de mercado, como ocurrió en la Europa del Este después de la caída del Muro de Berlín.

Sorpresivamente, ese panorama ha cambiado de un modo drástico con la aparición de un nuevo fenómeno: la alianza entre Castro y el presidente venezolano Hugo Chávez.

Hasta hace tres años, Raúl Castro; su yerno, el coronel Luis Alberto Rodríguez; los generales Julio Casas, Abelardo Colomé Ibarra, Ulises del Toro y Alvaro López Miera, y los políticos y funcionarios Carlos Lage, Felipe Pérez Roque, Ricardo Alarcón, Francisco Soberón, Fernando Remírez de Estenoz, más el resto de los herederos menores del poder de Castro, discretamente habían diseñado su hoja de ruta para gobernar el país otros 20 años tras la muerte del Comandante.

Se trataba del plan de sucesión que se llevaría a cabo tras el entierro glorioso de Castro y de la pública declaración de adhesión inquebrantable y eterna a la memoria y a la ideología del Máximo Líder.

El proyecto era muy simple, y, desde la perspectiva de la clase dirigente, parecía viable. Una vez enterrado con honores el Comandante -- acaso en el Cacahual, junto a Antonio Maceo y a Blas Roca, donde queda una tumba disponible, o en la Plaza de la Revolución, dentro de la siniestra tradición leninista, con momia acristalada incluida --, se iniciaba una apertura económica a lo China o a lo Vietnam, con relaciones estrechas con las naciones desarrolladas de Occidente, permitiendo tímidamente la gradual aparición de la pequeña propiedad privada entre los cubanos, pero manteniendo simultáneamente un rígido control político y económico, de manera que no se les escapara de las manos el manejo del país.

Todos ellos sabían que, para poder llevar a cabo pacíficamente esa transformación, necesitaban normalizar las relaciones con Estados Unidos y, en menor medida, con la Unión Europea. Así que para lograr ese objetivo, que incluía el levantamiento del embargo (una clarísima señal externa e interna de legitimación), los herederos de Castro, aparentemente, estaban dispuestos a ofrecerle tres recompensas a Washington: el control de la emigración clandestina, vigilancia sobre el narcotráfico, y una disminución del rol de Cuba como estandarte de la lucha anticapitalista y antiamericana. O sea: tranquilidad en el vecindario y una educada cordialidad internacional que ponía fin a medio siglo de intranquilidad y discordia.

Además de esas recompensas reales, para facilitar el cambio de la política americana y europea, los herederos de Castro también estaban maquillando un escenario simbólico más aceptable para los principios y valores occidentales. Desde hacía varios años, la Seguridad del Estado había construido o manipulado a ciertos grupos de oposición, dentro y fuera de Cuba, para, en su momento, poder transmitir la impresión de conceder un mayor pluralismo político, donde habría supuestos demócratas razonables y moderados, dispuestos a desempeñar el dulce papel de una oposición tranquila y obediente, fiel a las instituciones nacionales, y circunscrita a los minúsculos y muy vigilados espacios de acción cedidos por el gobierno dentro de la estricta legalidad vigente.

En ese escenario político de cartón piedra, como aquellas hermosas aldeas Potemkin diseñadas para engañar a la zarina Catalina la Grande presentándole una idílica visión de la paupérrima Rusia rural, algunos de estos grupos de la oposición manejados por la Seguridad se incardinarían a las grandes familias políticas internacionales -- democristianos, socialistas, liberales --, y contribuirían a legitimar un sistema en el que la tolerancia a la diversidad ideológica sería más virtual que real, pero suficiente para contentar a esos actores internacionales permanentemente proclives a dar por bueno cualquier síntoma menor de apertura que aflorara en la Isla, aunque fuera fraudulento o estuviera totalmente mediatizado.

Los herederos pragmáticos

En todo caso, el proyecto de los herederos era reintroducir a Cuba, muy lentamente, en un sistema híbrido de socialismo con elementos de mercado, fuertemente intervenido y controlado por el Estado, donde la clase dirigente -- el entorno de Raúl Castro -- tuviera un férreo control de la maquinaria económica, política y militar que le garantizara el disfrute del poder durante dos generaciones más. En ese largo período, el Partido Comunista, pausadamente, se iría convirtiendo en una especie de PRI hegemónico hasta que la Isla, en algún momento todavía imprevisible, arribaría a un perfil de aceptable normalidad para los estándares internacionales.

Para esas fechas, todos los protagonistas de la revolución estarían enterrados y sus descendientes tendrían asegurada su pertenencia a la clase dirigente que habría surgido en la nación. No existiría peligro para ellos ni sus familiares.

Por otra parte, desde el punto de vista ideológico, ese proyecto encajaba con el pragmatismo de unos dirigentes que, a partir de la perestroika y de la desaparición de la URSS, habían perdido toda ilusión con el marxismo y con el internacionalismo revolucionario que Castro les había impuesto a lo largo de casi medio siglo de sangrientas y alocadas aventuras.

Los generales y oficiales que habían pasado por los 15 años de guerras africanas y por múltiples episodios guerrilleros en América Latina, se sentían más cómodos administrando hoteles, fabricando contenedores o importando computadoras que dedicados a la improbable tarea de construir un paraíso proletario sobre la tierra, hazaña que, como habían comprobado, no sólo era imposible, sino que resultaba inútil y ruinosamente costosa.

Sin embargo, a pesar de esa realista, madura y devastadora evaluación de la revolución, para poder transformar una dictadura idealista teñida por una misión imperial en una dictadura doméstica despojada de cualquier veleidad utópica, los herederos de Castro necesitaban un discurso moral lo suficientemente coherente como para soportar el cambio de rumbo, y, en consecuencia, construyeron uno, práctico y eficaz, aunque sin ningún calado intelectual.

En el terreno político, supuestamente, era necesario mantener el sistema de partido único, sin abrir de momento el juego democrático, para evitar que Estados Unidos anexionara a Cuba, mientras, simultáneamente, se hacía indispensable cerrarles el camino a los exiliados y a los vendepatria locales asociados a ellos, siempre calificados como mafia, para impedir que regresaran a vengarse cruelmente de los pobres cubanos de la Isla.

Asimismo, resultaba indispensable mantener el control de la economía en las manos de los revolucionarios para preservar los cacareados logros de la revolución en el campo de la educación, la salud y los deportes. La dictadura, pues, contaba con una coartada ideológica para afrontar sin concesiones reales la nueva etapa que se avecinaba, aunque prometiendo vagamente que en el futuro esos duros rasgos autoritarios se irían desvaneciendo en la medida en que los peligros se disiparan.

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