Así en la paz como en
la guerra
Mario Vargas Llosa. Diario
Las Américas, 6 de marzo de 2005.
El día que Guillermo Cabrera Infante murió
yo estaba en el sur de Chile, afiebrado, aturdido
por los antibióticos, y la bro nquitis
me había dejado afónico de manera
que ni siquiera pude hacer una declaración
a la prensa en homenaje a su memoria. Pero esa
noche las imágenes de más de cuarenta
años de amistad me mantuvieron en un duermevela
angustiado. Recordaba cuando lo conocí,
en París, todavía un diplomático
al servicio de la Revolución, traspasado
de dudas y de conflictos interiores; la broma
que me gastó, cuando le dimos el Premio
Biblioteca Breve a Tres Tristes Tigres (que en
manuscrito se llamaba Vista del amanecer desde
el trópico) haciéndose pasar por
¨un tal Onelio Jorge Cardoso¨ que me llamó
a la Radio-Televisión Francesa para hablarme
pestes de Cabrera Infante, y la increíble
casualidad de que al exiliarse en esa ciudad de
tantos millones de habitantes que es Londres viniera
a vivir en un sótano que estaba apenas
a un centenar de metros de mi casa, en Earl´s
Court.
Pasó unos años muy difíciles
entonces, convertido en un apestado integral,
al que, al mismo tiempo que la España franquista
le negaba la residencia por sus antiguas vinculaciones
con el régimen de Fidel Castro, toda la
progresía hispana y latinoamericana volvía
la espalda o escarnecía. La satanización
de su persona y de su obra fue tan dura que estuvo
a punto de perder el equilibrio mental. Lo salvaron
la literatura y Miriam Gómez, esa extraordinaria
mujer sin la cual Guillermo no hubiera resistido
las cuatro décadas de exilio, el acoso
y las infamias de sus colegas, ni hubiera vuelto
a escribir una línea desde que terminó
Tres Tristes Tigres, su obra maestra. Nadie lo
hubiera dicho en aquellos años sesenta,
los del swinging London, donde él parecía
vivir a sus anchas, moviéndose como pez
en el agua en ese mundo de locuras psicodélicas,
música pop, brumas de marihuana y ácido
lisérgico, happenings, viajes artificiales
y cine experimental, que él documentaba
en crónicas espléndidas, chisporroteantes
de humor, imaginación y retruécanos.
Era una de las venas de su personalidad literaria,
la joyciana, la del juego y la prestidigitación
lingüística, que en los años
siguientes se exacerbaría hasta extremos
a veces delirantes. Una vena que ocultó
y acabó por borrar la otra, la del escritor
realista y comprometido de su primer libro, la
colección de cuentos de Así en la
paz como en la guerra, que yo leí con admiración
que mi memoria conserva intacta, por el poder
de síntesis y la precisión matemática
del estilo, el aliento entre heroico y trágico
que transpiraban las historias y las viñetas
que las intercalaban, un mundo que recordaba al
mejor Hemingway, de milicianos austeros e idealistas
románticos, de una gesta popular todavía
no envilecida por la ideología ni el poder.
Por razones obvias, Cabrera Infante prefirió
olvidar estos relatos de su primera época,
que ahora, sin duda, se reincorporarán
de todo derecho al conjunto de una obra, la que,
algo que ignoran sus más jóvenes
admiradores, consta también de una rica
vertiente realista y comprometida.
Al mismo tiempo que era el cronista incomparable
del Londres de los Beattles, Cabrera Infante recreaba
la Habana prerrevolucionaria, la de los casinos,
la música tropical, la alegría,
la miseria, los millonarios y los gángsters
y una desalada sensualidad, con tanta nostalgia,
fantasía y tan fuerte impronta personal,
que, más que recrearla, terminó
por inventar una ciudad. Esa Habana es ahora tan
suya como la Dublín de Joyce, el Trieste
de Svevo, la Comala de Rulfo o el Macondo de García
Márquez. Esa ciudad que bañan los
cálidos rumores del mar y la estruendosa
voz del personaje de Ella cantaba boleros, donde
realiza su desenfrenado aprendizaje sexual el
protagonista de La Habana para un infante difunto
y donde transcurren los hilarantes episodios de
Vista del amanecer desde el trópico debe
más a la invención, a la melancolía,
a la literatura y a la destreza narrativa de Cabrera
Infante que a la realidad histórica, aunque,
como ocurre siempre con las grandes creaciones
literarias, esa ciudad hecha de sueño y
de palabras terminará por imponerse a las
futuras generaciones de lectores como la única
que existió.
Esa Habana que él fabricó con su
talento, en sus cuentos, novelas y crónicas
nadie podrá quitársela ya a Cabrera
Infante, como le quitaron la otra, la real, un
despojo al que nunca se resignó, que abrió
en su vida una herida que nunca dejó de
supurar, una ausencia que a la vez que alimentaba
su vocación y le sugería imágenes,
personajes, diatribas, evocaciones, recuerdos
y ensoñaciones a menudo deslumbrantes,
lo fue matando a pocos de nostalgia, de amargura
y de frustración a lo largo de todo su
exilio. Decir que amaba entrañable, enfermizamente
a su país, a la ciudad en la que no había
nacido pero que adoptó, no sería
suficiente, pues ese verbo, usado así,
inevitablemente se malea y sugiere las cursilerías
patrioteras del nacionalismo. Era algo mucho más
visceral y personal que el patriotismo, era una
temperatura, la densidad del aire, ciertos colores
del cielo y, sobre todo, una música verbal,
el calor de unos cuerpos y el entramado laberíntico
de anécdotas, personajes, bromas y tragedias
que habían hecho de Guillermo lo que era
y lo que en ningún caso aceptó dejar
de ser, aquello de lo que el exilio lo privó,
dejándolo atrozmente mutilado. Él,
que sabía idiomas, que podía escribir
en inglés con tanta gracia como en español
-lo dijeron los críticos anglosajones al
aparecer Holy Smoke- no lo hubiera admitido jamás,
y, más bien, en las conversaciones y las
entrevistas se jactaba de ser el ciudadano del
mundo que en apariencia era. Pero bastaba oírlo,
o leer todo lo que escribió, para advertir
que, por debajo del cosmopolita, del polígrafo
bilingüe, del londinense de los mil juegos
de palabras, se agazapaba un exiliado inconforme
con su forzado desarraigo, un ser herido al que
desesperaba cada día más la sensación
de que nunca recuperaría la tierra que
perdió.
Los últimos años fueron los peores,
por la salud deteriorada, las operaciones, las
estancias en los hospitales, en Londres, una ciudad
que multiplica la soledad más que ninguna
otra en el mundo, y la tortura mental que debió
ser para Guillermo saber que se moría dejando
a Miriam sola y a Cuba todavía en poder
de Fidel Castro. La última vez que lo ví,
en su piso de Gloucester Road, atestado de libros
y videos de películas, me mostró,
riéndose, un montaje hecho por él
con las últimas apariciones del dictador
cubano en la televisión, en las que eran
visibles los síntomas de envejecimiento
y decadencia. Bromeaba que, a juzgar por las imágenes,
aquella pesadilla se iba por fin acabando, pero
debajo de esas bromas había algo muy serio,
una ilusión, una esperanza que probablemente
debió acompañarlo hasta sus últimos
instantes de lucidez.
Cuando Cuba sea por fin libre los cubanos deberán
siempre recordar que nadie fue más consecuente,
constante y radical en su rechazo de la tiranía
que asola la isla hace 46 años, como Cabrera
Infante. Nunca hizo la menor concesión,
nunca optó por callar, siempre que tuvo
ocasión se jugó entero para hacer
saber al mundo la realidad totalitaria, el envilecimiento
de las ideas y de los valores y la mentira sustancial
sobre la que se sostiene el régimen de
Fidel Castro, y para denunciar los sufrimientos,
los atropellos y los abusos de que es víctima
el pueblo cubano. Eso, ahora, luego de la caída
del muro de Berlín y el naufragio universal
del comunismo, es muy fácil, se ha convertido
casi en un cliché en boca de politicastros.
Pero durante muchos años, atreverse a sostenerlo
era ir contra la corriente y condenarse a la cuarentena
literaria e intelectual, porque en ningún
otro ámbito -más aún que
en el político- la falsificación
de la realidad cubana y la mitificación
tramposa de lo que ocurría en Cuba fue
tan poderosa como entre los escritores y supuestos
pensadores.
Dicho esto, conviene precisar que Guillermo Cabrera
Infante no fue un político, ni siquiera
un intelectual interesado en el debate de ideas
sobre asuntos sociales. Contrariamente a una efigie
que han levantado de él sus pronunciamientos,
polémicas, condenas y diatribas contra
la dictadura, Cabrera Infante fue un escritor
para el que la literatura y el cine ocupaban gran
parte de la vida, y acaso la hubieran colmado
totalmente si los dioses no hubieran condenado
a su país a albergar la más longeva
dictadura de la historia de América Latina.
Su rechazo del castrismo fue moral antes que político
y por eso nunca quiso identificarse con ninguna
de las corrientes o tendencias de la oposición
a la dictadura cubana. Hay que recordar que, muchas
veces, criticó con severidad a distintas
formaciones de exiliados por su pequeñez
de miras, sus disputas cainitas, y por perder
el tiempo en operaciones de política de
campanario, descuidando el objetivo primordial.
Las críticas de cine son una parte inseparable
de la literatura de creación de Cabrera
Infante. Llamarlas ¨críticas¨ es
ya desnaturalizarlas, porque ese membrete da la
idea de unos textos cuya finalidad es analizar
e interpretar unas obras a fin de hacerlas más
accesibles al espectador. En realidad, todas las
críticas de cine de Guillermo, pero sobre
todo las reunidas en esa otra maravilla de libro
que es Un oficio del siglo veinte, son creaciones
literarias, verdaderas ficciones, elaboradas utilizando
la materia prima de unas películas que,
al pasar a esos textos, se vuelven narraciones
literarias, relatos tan sorprendentes, amenos
y brillantes por su humor, sus juegos retóricos
y sus hallazgos, como los cuentos y novelas que
escribió. Como Manuel Puig, otro escritor
que hizo literatura con el cine, Cabrera Infante
se servía de las imágenes de las
películas como otros escritores se sirven
de sus recuerdos familiares o de los hechos históricos
para construir una realidad que era autosuficiente,
que existía y persuadía a los lectores
de su verdad en función de sí misma.
Era fascinante oírlo hablar de las películas,
que conocía con una minucia de detalles
asombrosa, evocar diálogos, recordar imágenes,
oírlo contar anécdotas de los actores,
en sus roles profesionales o en sus vidas privadas,
y comprobar que en esas expansiones se zambullía
de veras en la ilusión en cuerpo y alma,
como lo hacen los niños. Había sido
un periodista excepcional y algo de ese oficio
de improvisados y repentinos le quedó siempre,
pues le bastaban tres o cuatro frases para poner
a sus oyentes en situación y capturar su
atención y deleitarlos con una salida inesperada
o una ocurrencia genial. Aunque, debido a los
golpes y a las traiciones, se había vuelto
algo desconfiado y receloso, una vez vencida su
inicial resistencia, podía ser la persona
más cálida y afectuosa, que abría
su casa y su corazón a todo el mundo, secundado
en esto infaliblemente por Miriam, que se las
arregló siempre, aun en las épocas
más difíciles y ófricas de
Londres, para mantener en ese rincón de
Kensington el enclave tropical donde uno, nada
más entrar, se sentía en casa, aceptado,
querido y mimado por esa pareja excepcional.
Londres, y en especial algunos lugares como la
¨Bombay Brasserie¨, ya no será
lo mismo para mí sin Guillermo Cabrera
Infante, ni para nadie que lo tratara, visitara
y quedara prendado de su sabrosa plática,
de sus desconcertantes salidas, de su generosa
humanidad. Queda su obra, por supuesto, que está
allí para durar, y seguir ganando lectores
y divertir, hechizar, y también enojar,
a mucha gente, una obra que expresa como pocas
lo que fueron los años del boom, una antigualla
ya en estos tiempos tan distintos a los de entonces,
en los que Europa y la propia América Latina
descubrían que el continente de los dictadores
y los mambos era capaz también de producir
literatura, y los escritores de por allá
venían a Europa a conocerse entre ellos
y a asumir su condición de escritores latinoamericanos,
unos años de ilusiones, amistad y también
fuertes dosis de irrealidad, que no durarían
mucho. Pero mientras duraron enriquecieron la
vida de todos nosotros. Adiós, vecino.
(c)Mario Vargas Llosa, 2005.
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