HISTORIA
Mujer
en tres tiempos (I)
Miguel Saludes
LA HABANA, Cuba - Julio (www.cubanet.org) - En
1973 fue estrenada en Cuba la película
El Hombre de Maisinicú, un filme que atrajo
la atención del público y en el
que trabajaron actores de la talla de Reinaldo
Miravalles, Adolfo Llauradó y Sergio Corrieri.
Este último encarnaba a Alberto Delgado,
un agente encubierto que logró infiltrarse
entre los alzados del Escambray. Aunque su historia
ya había sido radiada y televisada en seriales
de corte policial, fue la representación
hecha por Corrieri la que lo hizo emblemático
para miles de personas en la Isla.
También por esos años varios escritores,
algunos con más acierto que otros, escribieron
sobre los acontecimientos ocurridos en esta parte
montañosa del centro del país durante
los primeros años de la Revolución.
Cuando se estrenó la película, la
temática parecía pertenecer a un
pasado cercano en el tiempo, pero cerrado para
la historia. Pocos sabían que el drama
recién había terminado dos años
antes y precisamente en los momentos en que se
exhibía esta producción en los cines
del país, centenares de campesinos que
vivían en la zona donde se desarrolló
el conflicto enfrentaban una penosa situación
producto de aquellos acontecimientos.
No fue hasta 1980 en que conocí de la
existencia de las personas provenientes del Escambray,
reubicadas en la parte más occidental de
la Isla. En Sandino escuchamos hablar por vez
primera de unos edificios enclavados en tan solitario
paraje, habitados por gente vinculadas a la llamada
Lucha contra Bandidos. Tal vez a nadie le interesaba
conocer la versión de los inquilinos de
aquellas edificaciones, pues si no eran alzados,
al menos habían sido sus colaboradores.
Muchos años después conocí
la historia narrada por una cubana que sufrió
el estigma de vivir en uno de aquellos poblados.
Mi encuentro con Fredesvinda Hernández
Méndez se produjo en los albores del nuevo
milenio en la casa del maestro Roberto de Miranda.
Allí me fue presentada como una de las
residentes de los "pueblos cautivos".
Pero todavía pasaría un tiempo para
que mi curiosidad quedara satisfecha.
Ahora, sentada frente a mí, se encuentra
esta mujer cuyo rostro no ha perdido su belleza
a pesar de los avatares que le ha deparado la
vida. En él se aprecian los rasgos indelebles
de la típica campesina que no ha perdido
su identidad. Los hechos que escucharé
de su boca serán otra página de
la historia que muchos aún desconocen.
Los personajes que aparecen en ella no son alzados
ni contrarrevolucionarios. Ni siquiera son detractores.
Son personas sencillas que quisieron vivir al
margen de la política y de las convulsiones
propias del nuevo proceso implantado en el país.
A medida que Fredesvinda va repasando mentalmente
el pasado, los ojos le brillan con cada recuerdo.
Vuelve a trasladarse a la Finca Los Quemados en
Manicaragua, donde nació en el año
1955. Atesora los momentos de su niñez
y adolescencia en contacto con el campo, donde
se conjugaba la idílica libertad de la
naturaleza con las durezas del trabajo rudo. Añora
el sabor agreste de los montes, sin las comodidades
y adelantos sofisticados de las ciudades, pero
cargados de vida plena.
Su hogar era una típica casa de madera
con techo de guano y piso de cemento, lindando
casi en las características de típico
bohío. El vecindario estaba compuesto mayoritariamente
por familiares. Vuelve a recorrer el kilómetro
de camino hasta la escuela rural donde asistían
cerca de un centenar de niños para cursar
sus estudios hasta el 5to grado, pues el 6to se
cursaba en Topes de Collantes. Allí están
de nuevo los tres maestros que iban desde Santa
Clara, dividiéndose entre las dos aulas,
una para los de primer grado y la otra para los
restantes. En este último se mezclaban
los grupos de 2do al 5to, mientras los profesores
se turnaban la pizarra según la asignatura
y el grupo. Era una locura, pero los maestros
eran muy capaces.
El río Arimao, que entonces era bastante
caudaloso, se atravesaba en la ruta de la escuelita.
Una canoa colgada entre las dos orillas y atada
a dos troncos de guásima, servía
de puente para pasar al otro lado en tiempos de
crecida.
Su papá tenía unas cien reses,
dos yuntas de bueyes, chivos, carneros, aves de
corral y guineos salvajes. Desde muy pequeña
ya sabía montar en la yegua, único
ejemplar de ganado caballar en aquella finca.
La electricidad llegó con una planta que
abastecía a todo el caserío, envío
que se atribuye a Celia Sánchez. Conoció
la televisión a principio de los setenta
en la casa de un vecino. Esas novedades empezaron
a llegar en el camión que mensualmente
llevaba ollas de presión y máquinas
de coser, entre varios artículos, para
venderlos a los pequeños agricultores.
Para la compra de éstos se hacían
colas mantenidas a través de listados que
se rectificaban durante días. Fue en esta
especie de mercado rodante donde su mamá
le compró juguetes, zapatos y su primer
reloj de pulsera, efectos que sólo podían
ser alcanzados por los primeros puestos. El otro
comercio del lugar era la bodega o tienda mixta,
que había quedado para los productos normados
de la libreta.
|