PRENSA INDEPENDIENTE
Julio 10, 2005
 

HISTORIA
Mujer en tres tiempos (I)

Miguel Saludes

LA HABANA, Cuba - Julio (www.cubanet.org) - En 1973 fue estrenada en Cuba la película El Hombre de Maisinicú, un filme que atrajo la atención del público y en el que trabajaron actores de la talla de Reinaldo Miravalles, Adolfo Llauradó y Sergio Corrieri. Este último encarnaba a Alberto Delgado, un agente encubierto que logró infiltrarse entre los alzados del Escambray. Aunque su historia ya había sido radiada y televisada en seriales de corte policial, fue la representación hecha por Corrieri la que lo hizo emblemático para miles de personas en la Isla.

También por esos años varios escritores, algunos con más acierto que otros, escribieron sobre los acontecimientos ocurridos en esta parte montañosa del centro del país durante los primeros años de la Revolución. Cuando se estrenó la película, la temática parecía pertenecer a un pasado cercano en el tiempo, pero cerrado para la historia. Pocos sabían que el drama recién había terminado dos años antes y precisamente en los momentos en que se exhibía esta producción en los cines del país, centenares de campesinos que vivían en la zona donde se desarrolló el conflicto enfrentaban una penosa situación producto de aquellos acontecimientos.

No fue hasta 1980 en que conocí de la existencia de las personas provenientes del Escambray, reubicadas en la parte más occidental de la Isla. En Sandino escuchamos hablar por vez primera de unos edificios enclavados en tan solitario paraje, habitados por gente vinculadas a la llamada Lucha contra Bandidos. Tal vez a nadie le interesaba conocer la versión de los inquilinos de aquellas edificaciones, pues si no eran alzados, al menos habían sido sus colaboradores.

Muchos años después conocí la historia narrada por una cubana que sufrió el estigma de vivir en uno de aquellos poblados. Mi encuentro con Fredesvinda Hernández Méndez se produjo en los albores del nuevo milenio en la casa del maestro Roberto de Miranda. Allí me fue presentada como una de las residentes de los "pueblos cautivos". Pero todavía pasaría un tiempo para que mi curiosidad quedara satisfecha.

Ahora, sentada frente a mí, se encuentra esta mujer cuyo rostro no ha perdido su belleza a pesar de los avatares que le ha deparado la vida. En él se aprecian los rasgos indelebles de la típica campesina que no ha perdido su identidad. Los hechos que escucharé de su boca serán otra página de la historia que muchos aún desconocen. Los personajes que aparecen en ella no son alzados ni contrarrevolucionarios. Ni siquiera son detractores. Son personas sencillas que quisieron vivir al margen de la política y de las convulsiones propias del nuevo proceso implantado en el país.

A medida que Fredesvinda va repasando mentalmente el pasado, los ojos le brillan con cada recuerdo. Vuelve a trasladarse a la Finca Los Quemados en Manicaragua, donde nació en el año 1955. Atesora los momentos de su niñez y adolescencia en contacto con el campo, donde se conjugaba la idílica libertad de la naturaleza con las durezas del trabajo rudo. Añora el sabor agreste de los montes, sin las comodidades y adelantos sofisticados de las ciudades, pero cargados de vida plena.

Su hogar era una típica casa de madera con techo de guano y piso de cemento, lindando casi en las características de típico bohío. El vecindario estaba compuesto mayoritariamente por familiares. Vuelve a recorrer el kilómetro de camino hasta la escuela rural donde asistían cerca de un centenar de niños para cursar sus estudios hasta el 5to grado, pues el 6to se cursaba en Topes de Collantes. Allí están de nuevo los tres maestros que iban desde Santa Clara, dividiéndose entre las dos aulas, una para los de primer grado y la otra para los restantes. En este último se mezclaban los grupos de 2do al 5to, mientras los profesores se turnaban la pizarra según la asignatura y el grupo. Era una locura, pero los maestros eran muy capaces.

El río Arimao, que entonces era bastante caudaloso, se atravesaba en la ruta de la escuelita. Una canoa colgada entre las dos orillas y atada a dos troncos de guásima, servía de puente para pasar al otro lado en tiempos de crecida.

Su papá tenía unas cien reses, dos yuntas de bueyes, chivos, carneros, aves de corral y guineos salvajes. Desde muy pequeña ya sabía montar en la yegua, único ejemplar de ganado caballar en aquella finca. La electricidad llegó con una planta que abastecía a todo el caserío, envío que se atribuye a Celia Sánchez. Conoció la televisión a principio de los setenta en la casa de un vecino. Esas novedades empezaron a llegar en el camión que mensualmente llevaba ollas de presión y máquinas de coser, entre varios artículos, para venderlos a los pequeños agricultores. Para la compra de éstos se hacían colas mantenidas a través de listados que se rectificaban durante días. Fue en esta especie de mercado rodante donde su mamá le compró juguetes, zapatos y su primer reloj de pulsera, efectos que sólo podían ser alcanzados por los primeros puestos. El otro comercio del lugar era la bodega o tienda mixta, que había quedado para los productos normados de la libreta.


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