SALUD
PUBLICA
Sin
quejas ni sugerencias
Javier Machado, Cubanacán Press
SANTA CLARA, enero (www.cubanet.org) - La encuestadora
hacía su trabajo por todos los bancos de
los diferentes locales. Como el resto de a semana,
es un día de consulta en el Hospital Provincial
Arnaldo Milián Castro de Santa Clara. El
parqueo del edificio asombrosamente está
repleto de autos americanos y soviéticos
con chapas amarillas.
Los enfermos y necesitados se amontonan en el
Cuerpo de Guardia. Apenas dan respiro a la recepcionista.
En las consultas los galenos se quejan por el
exceso de personas, quienes insisten en ser atendidos
antes que a los socios y conocidos.
En los baños el agua, los papeles y la
suciedad dan la hora. Raro, porque en estos lugares
siempre hay un encargado que cobra por la entrada
y a la vez resuelve el problema de la limpieza,
pero hoy no hay nadie, como hace días.
En las consultas de los especialistas se atiende
a los enfermos por montones. Es el día
de la semana que esperan ansiosamente los médicos
para que sus pacientes les llenen las jabas de
alimentos. A la entrada las recepcionistas no
pueden con tanto trabajo. El teléfono suena
insistentemente, el intercomunicador pide al próximo
paciente y las personas preguntan e insisten.
Los bancos están llenos. Con sólo
pasar la mirada por encima de ellos, se percibe
indiferencia, paciencia, resignación, suciedad
en ropas y zapatos, rostros que adolecen de cosméticos
y de risa, cuerpos necesitados de agua, jabón
y perfume.
Entre ellos la muchacha, papel y lápiz
en mano interroga: "¿Tiene Ud., señor,
alguna queja o sugerencia?" Realiza su trabajo
automáticamente, sin mirar a su derredor
o hacia el piso. Automáticas son también
las respuestas que recibe.
Más adentro, en las salas de ingreso,
hay bastante abandono, camas rotas y sin colchón.
Un especialista pasa visita a los ingresados,
algunos operados, acompañado de un grupo
numeroso de estudiantes de la carrera de Medicina.
Parecen estar en los primeros años de la
carrera. Entre ellos algunos extranjeros con facciones
indígenas, quizás de Centroamérica
y otros negros que parecen de África o
Haití.
Fuera, en las áreas exteriores, los familiares
de los ingresados ofrecen un terrible panorama,
a pesar de que el reloj marcaba las 10 de la mañana.
Algunos están trasnochados y duermen aún
tapados con colchas y sábanas, sin percatarse
de que los demás ya están sentados
en las aceras o los bordes del cimiento del edifico
y que desde otras localidades han llegado familiares
y amigos en carrera de relevo o para indagar por
los enfermos.
El bebedero escurre el agua al piso, aunque ya
no llega líquido a la llave. Los merolicos
venden café, refrescos embotellados, emparedados,
pizzas, pasteles y otras chucherías con
mucho cuidado, a escondidas de los inspectores
y de la policía.
En la farmacia son pocos los medicamentos que
se pueden adquirir únicamente por receta
médica, firmada y acuñada por los
galenos de guardia de ese día. Los teléfonos
no funcionan todos, y los taxis oficiales andan
por otro lado. Sin embargo, los pregoneros anuncian
autos o máquinas de alquiler para diversos
puntos de la geografía del centro de la
isla.
La encuestadora no tiene para cuando terminar.
Unos se van y otros llegan. Pacientemente pregunta
y anota. Seguramente al terminar la jornada laboral
deberá presentar el informe del día
al director y a los del partido, a quienes ceremoniosamente
dirá: "No hay quejas, ni sugerencias".
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