SOCIEDAD
El patrimonio cultural que se nos va
Miguel Saludes
LA HABANA, enero (www.cubanet.org) - La mañana
aún es muy oscura cuando Javier sale de
su casa rumbo al trabajo. La rutina diaria que
comienza con el café, apenas dura una hora
hasta que baja las escaleras. A pesar de la falta
de luz por la inexistencia de bombillos, pues
desde que comenzaron a ser robados al inicio del
período especial los vecinos prefirieron
no ponerlos más, la bajada de los escalones
se produce con la seguridad de quien conoce cada
detalle del lugar donde vive.
Pero hoy a Javier le espera una sorpresa. Cuando
está por descender el tramo final cercano
a la puerta de la calle, sus pies trastabillan
provocando una estrepitosa caída. Por suerte
no se ha dado golpes de importancia. Cuando enciende
una cerilla para buscar la razón de su
caída, comprueba con asombro que las piezas
de mármol que revestían los tres
primeros pasos de la escalera han sido arrancadas
durante la noche. Esa mínima diferencia
de nivel ha sido suficiente para que su cuerpo,
adaptado durante años a una altura estable,
perdiese el equilibrio.
Los propios habitantes a veces ni se percatan
de la rapiña que desde hace años
vienen sufriendo elementos arquitectónicos
y ornamentales de nuestra ciudad, debido a la
premura de la vida que les impide andar fijándose
en todos los pormenores del entorno, o porque
después de tanto tiempo viendo el mismo
paisaje pasan de largo sin notar los cambios verificados
o la desaparición de algunos detalles.
Hace algún tiempo, una conocida extranjera
quedó admirada ante los letreros de hierro
fundido donde aparecen inscritos los nombres de
las calles habaneras. Manifestó especial
atracción por uno que identificaba el nombre
homónimo de la capital cubana dado a una
de las vías de la parte colonial de la
ciudad y expresó su intención de
llevarlo consigo. Sonreí ante estos caprichos,
tontos en apariencias, de ciertos turistas en
busca de souvenir, que mientras más inalcanzables
despiertan mayor interés. Mientras la escuchaba
sonreía interiormente preguntándome
cómo iba ella a ingeniárselas para
obtener una réplica del pesado cartel.
Meses después la persistente muchacha envió
una foto desde su apartamento en Europa en la
que aparecía sobre la pared del comedor
la señalización de una inexistente
calle HABANA. Según me confesaba en su
carta esta transacción apenas le costó
diez dólares, que motivaron a un constructor
a subirse en un improvisado artefacto durante
la noche y a fuerza de barras sacar la planchuela
de la fachada.
Desde entonces me he fijado en la cantidad de
letreros que faltan en las esquinas de nuestras
calles, en especial del centro de la ciudad, y
me pregunto si ellos no habrán corrido
idéntico destino. Algunos espacios permanecen
vacíos y en otros se han colocado nuevas
señalizaciones, sin la elegancia de las
anteriores y rotuladas manualmente con pintura.
La diferencia con los originales es apreciable.
Nuestro patrimonio va perdiendo muchas cosas
que le son entrañables y existe quien ante
un puñado de dólares que le ayuden
a solventar una necesidad primaria, no vacila
en poner estos tesoros en manos de algún
indolente coleccionista de curiosidades. Otros
simplemente tratan de aprovechar para su uso personal
lo que es propiedad de toda la sociedad resolviendo
determinada carencia. Son los que arrancan grifos
y luces de las fuentes, o como cierto individuo
sorprendido en plena faena de sacar las losetas
de cerámica que cubrían la explanada
exterior del castillo de la Punta. A golpe de
cincel las fue extrayendo y cuando los custodios
acudieron al lugar, ante el sospechoso ruido en
horas de la madrugada, ya el hombre tenía
una docena en una jaba.
Recuerdo a un amigo sacerdote, habanero de nacimiento
y criado desde pequeño en la parte más
antigua de la capital cubana, cuando en una especie
de entrevista que le hizo una periodista de la
televisión nacional, aprovechó la
oportunidad para destacar la situación
de descuido que se observa en la ciudad, la que
atribuyó además de a la falta de
atención, al desinterés de una población
mayoritariamente inmigrante que se siente ajena
a la localidad. Muchos de los habaneros autóctonos
han emigrado, y su lugar ha sido ocupado por pobladores
de otros lugares del país, quienes ven
a la ciudad como el lugar en que han de establecer
una cruda lucha para subsistir y no como terruño
afectivo que deben cuidar para la posteridad.
A ellos les preocupa su presente y toman de la
urbe todo aquello que necesitan, sin parar mientes
en la historia, la cultura, los valores artísticos
o sentimentales, pues en realidad no la sienten
como suya.
De esta manera, cuando se trata de resolver las
cuestiones más elementales no importan
razones de estética o valores arquitectónicos
a conservar. Da lo mismo arrancar los listones
de madera de los bancos de un parque, que montar
una barbacoa en una casona del siglo XIX, desmontar
una puerta de estilo para venderla colocando en
su lugar otra más moderna y funcional,
algo que ocurre frecuentemente con las ventanas,
piezas ornamentales, y otros elementos. Cuando
el depredador conoce el valor de estas piezas,
simplemente las saca de su contexto para ofrecerlas
al mejor postor. Cada día la ciudad va
perdiendo un elemento nuevo de su organismo estructural.
Las instituciones han tomado medidas para buscar
al menos la disminución de estos hechos
de vandalismo. La Oficina del Historiador de la
Ciudad ha creado un cuerpo de protección
que se ocupa de los parques, monumentos, edificios
históricos y museos, pero su alcance aún
parece insuficiente. Además de que muchas
cosas quedan fuera de su control, a veces tienen
que lidiar con verdaderos prototipos de cazadores
furtivos especializados en el hurto de objetos
de valor y materiales de todo tipo. Cualquier
descuido resulta fatal para el patrimonio vigilado.
Las locaciones más afectadas son los templos
católicos, que tiene que contar con sus
propias fuerzas para controlar las riquezas mantenidas
bajo sus techos. La poca presencia de personal
en las iglesias es motivo de que los cacos dirijan
su atención hacia los valores resguardados
por la institución religiosa. En parte
también existe cierta indiferencia cuando
ocurren casos de robo del patrimonio contenido
en las iglesias, como si por el hecho de estar
en este tipo de recintos no pertenecieran al país.
En cierta iglesia de la parte vieja de la ciudad
ocurrió hace unos años un lamentable
latrocinio cometido por un ladrón chapucero
que para robar un lienzo -que por suerte sólo
tenía valor emotivo- lo cortó del
marco con una cuchilla, rajando todo el borde
de la pintura a la que casi convirtió en
un desecho inservible. Casos como éste
provocan la pérdida irreparable de objetos
que tienen un precio que no puede ser medido con
dinero.
Algunos ciudadanos ven con total apatía
esta realidad. Creen que el daño es remediable,
ligero o simplemente no les interesa porque va
contra el sistema establecido, sin comprender
que con cada objeto dañado o robado se
nos está yendo un trozo de la nación,
de la historia de la ciudad y de cada cubano que
ha vivido en ella. Las riquezas del patrimonio
nacional pertenecen a los cubanos. A los del pasado,
el presente y el futuro más allá
de otras consideraciones.
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