Cuba:
peleas de gallos pese a la prohibición
César González-Calero
/ Corresponsal, El
Universal Online, México. 12 de diciembre
de 2005.
LA HABANA.- Cuando medio mundo anda a vueltas
con la gripe aviar, en Cuba, gallos, gallinas
y polluelos "campan por sus respetos"
como si de animales sagrados se tratara. A cualquier
hora del día y de la noche, el canto del
gallo es ya un sonido distintivo de La Habana,
donde las aves de corral conviven con los vecinos
a lo largo y ancho de la ciudad, desde los barrios
residenciales a las viejas casonas hacinadas del
casco histórico.
En la mayoría de los casos, gallos y
gallinas cumplen una función meramente
productiva. Desde los hambrientos años
del periodo especial (tras el colapso de la Unión
Soviética), el gobierno de Fidel Castro
abrió la mano a la tenencia de aves de
corral en suelo urbano.
Pero algunos propietarios de gallos, amantes
de una tradición que se remonta a la época
colonial, crían y entrenan estas aves para
jugarse unos pesos en las peleas clandestinas,
una afición que ha pervivido hasta nuestros
días, a pesar de que la Revolución
prohibió en los años 60 los juegos
de apuestas.
La temporada de peleas de gallos acaba de comenzar
en Cuba y las vallas (recintos semiclandestinos
donde miden sus fuerzas las crestas más
arrogantes de la isla) son un hervidero de gente
todos los fines de semana. En una parcela del
sur de La Habana se dan cita galleros de toda
la ciudad. No hay medidas especiales de seguridad
para evitar que se cuelen policías vestidos
de paisano.
Hay, incluso, una taquilla convencional en la
entrada, en la que se cobran 40 pesos cubanos
(casi dos dólares) por asiento.
"No están permitidas las apuestas,
pero se pueden topar gallos, no hay problema",
explica Alcides, un gallero que hoy ha traído
un gallo indio que se muestra más altanero
que el dueño. ¿Y cuando hay dinero
de por medio? "Entonces, si el propietario
ha hecho un buen trabajo con el responsable del
gobierno en la zona, tampoco hay problema, ya
tú me entiendes", precisa, mientras
se frota las yemas de los dedos.
En la pasarela de contrincantes, una veintena
de lustrosos gallos criollos aguardan su suerte.
Pintos, indios, coliblancos, prietos, canelos...
Todos serán pesados y medirán sus
fuerzas con un rival de su mismo tamaño.
Después de pasar por la balanza, los gallos
quedan en manos de los espueladores, encargados
de armar los tarsos del animal con espolones de
plástico o de carey. Cuando estos gladiadores
de pluma fina están listos, el propietario
de la valla salta a la arena para advertir a la
audiencia: "Si viene la policía, que
nadie hable, sólo hablo yo. Aquí
no hay apuesta, sólo topes, ¿entendido?
Ah, y ya saben que no está permitido ni
el ron ni las armas blancas".
Un centenar de personas (entre ellos varios septuagenarios)
va tomando posiciones en la valla para presenciar
el espectáculo y lanzar sus apuestas. Cuando
el árbitro da la señal, un canelo
y un indio entran en liza. Pero el verdadero espectáculo
está en la grada.
Como si estuvieran en trance, los aficionados
cruzan apuestas a una velocidad de vértigo,
antes de que un espolón reviente la cabeza
del rival. "Cuarenta a 20 al indio, 40 a
20", grita un abducido espectador mientras
zarandea la valla de metal. La contienda dura
menos que un suspiro. El canelo sale airoso, moviendo
alocadamente su pequeña cabeza, como si
buscara la salida. Del indio queda poco, la verdad.
Tiene las carúnculas más rojas
que nunca y puede que no sirva ni para caldo.
Alcides se lamenta de su "cobarde gallo"
y cumple lo acordado: mil pesos para el dueño
del vencedor. Es la ley del juego. Pero no desespera.
Tiene cuatro gallos más que ya cumplieron
el año y están preparados para la
pelea, quizá el próximo fin de semana,
quizá en la misma valla o, si hay suerte,
en mejor valla de la provincia, la finca Alcona,
regentada por todo un comandante de la Revolución.
Pero hasta que afilen sus espuelas, los cuatro
ejemplares de Alcides seguirán cantando
a todas horas en La Habana, la ciudad de los gallos.
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