PRENSA INTERNACIONAL
Abril 15, 2005
 

El Éxodo del Mariel ­- Memorias

Por Uva de Aragón. Diario Las Américas, 14 de abril de 2005.

Al cumplirse 25 años de la entrada a la Embajada del Perú en La Habana de 10,000 cubanos, y del éxodo masivo de más de 125,000 por el Puerto del Mariel, me parece oportuno escribir mis recuerdos de esos días, pues fui testigo de eventos significativos, cuyos detalles tal vez no recojan los libros de Historia.

En aquellos primeros días de abril de 1980 estábamos reunidos un buen número de cubanos de diversos orígenes, edades e ideas políticas para fundar la Junta Patriótica Cubana, una organización sombrilla que tenía como misión aunar, o al menos coordinar, las acciones de los cubanos en sus afanes de generar cambios en Cuba. El domingo que terminó la Asamblea se constituyó una directiva de aproximadamente 15 personas, y Manuel Antonio "Tony" de Varona fue electo su Presidente. Yo, que tenía entonces 36 años y llevaba menos de dos en Miami, pasé a ser miembro de una especie de Asamblea General, que reunía a un número más amplio de personas.

En los últimos días de las deliberaciones comenzamos a escuchar rumores de que "algo extraño" estaba ocurriendo en La Habana. La convención terminó aquel domingo en medio de inquietudes y entusiasmo. Muchos nos fuimos directamente a las emisoras de radio en busca de noticias, y nos enteramos así de cómo aumentaba por minuto el número de asilados en la embajada de Perú.

Ante las imágenes de aquellos cubanos hacinados en una casa en Miramar, subidos en árboles y techos, con las manos extendidas para coger unas escasas cajitas de comida que les repartían, se le ocurrió a alguien, no recuerdo a quién, hacer una colecta de alimentos enlatados o empaquetados que no necesitaran refrigeración ni elaboración, para hacérselos llegar a los asilados. La idea corrió como pólvora, y comenzaron a llegar las donaciones de latas de leche, salchichas, melocotones, paquetes de galletas y otros alimentos, así como cubiertos plásticos, abridores, frazadas y efectos de higiene personal. Pronto alguien donó espacio en su negocio para almacenar aquella generosa avalancha de regalos. Los voluntarios los recibían y organizaban. Otros contribuyeron con dinero. Se hicieron gestiones para alquilar un avión. Hubo contactos con el consulado del Perú y el Departamento de Estado. Inútilmente. Los alimentos nunca pudieron enviarse a Cuba. (Se distribuyeron luego entre los que lograron llegar a Estados Unidos.)

La prensa del mundo entero recogía el insólito acontecimiento de que miles de personas se asilaran en una embajada en La Habana en apenas unas horas. El editorial de un importante rotativo aseguraba que 10,000 cubanos habían votado con los pies. Y el voto era contra el régimen. La situación se hacía cada vez más tensa en la capital cubana. Las noticias nos llenaban de inquietud. Queríamos hacer algo. Creo que fue Julio Estorino quien sugirió que nos embarcáramos hacia Cuba sin armas, en una misión pacífica, con flores blancas y altavoces. A orillas de la Isla ofreceríamos a nuestros compatriotas un mensaje de amor. Yo estaba dispuesta a subirme al primer barco, aunque preocupada de dejar a mis hijas, aún relativamente pequeñas. Nos dijeron que estábamos locos y el plan no prosperó.

Se optó, en vez, por convocar a un acto en el Orange Bowl. Ese día llovió a cántaros, y hasta se pensó en suspenderlo. Pero cuando al atardecer escampó, los cubanos comenzaron a llegar por los miles al estadio. A mí me habían designado maestra de ceremonias. Creo que accedí porque no tenía la menor idea de lo que pasaría aquella noche. De pronto me vi subida en un camión en el centro de aquel terreno empapado. (Recuerdo que me protegía una capa de agua amarilla, de colegiala, que me había prestado mi hija mayor.) Me dieron un micrófono y me dijeron que hablara mientras llegaban los oradores. Estaba nerviosa, sin poder articular palabra. Miré hacia las gradas. Unos quince mil cubanos agitaban banderas cubanas. Me invadió entonces una combinación de entusiasmo, tristeza y emoción, y le pedí a aquella masa alborotada que se pusiera de pie para cantar el Himno Nacional. Cuando terminamos, se oyó como un trueno el grito de ¡Viva Cuba Libre!

Estuve más de tres horas en ese camión, por el que pasó un buen número de oradores -algunos ya idos, como Nazario Sargen y el propio Tony Varona, y otros aún muy activos, como José Ignacio Rasco. Lo que más me impresionó de aquella noche, sin embargo, no fueron las emocionadas expresiones de amor patrio de los activistas, sino un grito que coreaba con frecuencia el público: ¡Guerra! ¡Guerra! ¡Guerra!

Días después, hacia finales del mes de abril, convocaron a Washington a miembros de organizaciones del exilio. Me incluyeron en la delegación de la Junta, en parte porque desde niña hablaba inglés y conocía bien cómo funcionaba el gobierno estadounidense, pues había vivido varios años en la ciudad junto al Potomac. También se encontraban personalidades, como Huber Matos, llegado a Miami hacía apenas unos meses tras veinte años de prisión en Cuba; y Maurice Ferré, alcalde de Miami, e importante figura hispana en el Partido Demócrata. A los cubanos los separaban muchas diferencias. Había quienes en Cuba se destacaron como batistianos, electoralistas, revolucionarios. Pero en la antesala a la reunión con los norteamericanos se veían unidos. No sabíamos qué nos iban a plantear, y percibí un cierto grado de desconfianza con los estadounidenses, especialmente entre los viejos políticos.

De nuevo por mi dominio del idioma me escogieron oficialmente como intérprete y vocera. No era poca la responsabilidad. La reunión con miembros de la administración de Carter fue en un salón de conferencias del Departamento de Estado. Ellos tenían ya noticias de que el régimen de La Habana preparaba un éxodo masivo, y que iban a permitir a los exiliados ir a la isla a buscar a sus parientes. Nos pidieron que aconsejáramos a los cubanos que no lo hicieran.

Entre las cosas que habíamos imaginado nos podrían plantear, no habíamos considerado ésa. Yo no sabía qué responder. Comencé a traducir, pero no hizo falta. Todos habían entendido. Varona, que se defendía en el inglés y siempre se le enfrentó a los americanos, comenzó a decir que no podíamos hacer eso, que no era nuestra misión. Creo que fue de Rasco la frase que nuestro plan era llevar la libertad a todos los cubanos, y no traer a algunos cubanos a la libertad, pero que no podíamos, como exilados que éramos, cerrarle el camino del destierro a nuestros compatriotas. Un tercero expresó que no haríamos el trabajo sucio de los guardafronteras y oficiales de inmigración. Y entonces, para el asombro de los americanos, los cubanos, furiosos, dimos por terminada la reunión, nos levantamos al unísono, y nos fuimos. En el lobby del Departamento de Estado esperaban los periodistas y se improvisó una especie de conferencia de prensa en que se repitieron los mismos argumentos.

Poco después comenzaban los cubanos en Miami a pedir préstamos, hipotecar sus casas, dejar sus trabajos y a hacerse de embarcaciones para lanzarse al mar en busca de sus familiares. Eran sin duda los mismos cubanos que apenas unas semanas antes atestaban el Orange Bowl y clamaban a todo pulmón por la guerra. Esa contradicción, presente a lo largo de nuestra historia, entre la actitud pública y la privada, entre el machete y la rosa blanca que todos llevamos dentro, se hizo evidente en esos momentos, y me ha llevado a través de los años a reflexionar sobre nuestra idiosincrasia. Pero en esos días no hubo mucho tiempo para pensar. Comenzaba el éxodo del Mariel, y muchos viviríamos jornadas que nos dejarían marcados para siempre. (Continuará).

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