Mariel, éxodos y travesías
Eliseo Alberto. La
Crónica de Hoy, México, 12 de
abril de 2005.
Un día como hoy, hace 25 años,
la isla de Cuba se rompió en pedazos, desangrada
como una paloma bajo las esteras de un tanque.
La efemérides apenas fue recordada en periódicos
de México, y no lo digo con reclamo. Otras
noticias ocuparon las planas de honor, con justificadísima
razón: la dolorosa muerte del Santo Padre
Juan Pablo II (que a millones de seres humanos
ha dejado en una orfandad real e inconsolable),
la secuencia de incomprensiones que (a juicio
mío) rodeó el proceso de desafuero
de AMLO, el clásico entre el Real Madrid
y el Barcelona, la boda de Carlos de Gales y Camila
Parker Bowles, la masacre de focas en los hielos
de Canadá, la muerte de Su Alteza Serenísima
el príncipe Rainiero III de Mónaco
(luego de 56 años de reinado), y el coma
de su yerno, el libertino Ernesto de Hannover,
duque de Brunswick y Luneburg, esposo de Carolina.
Tan poco espacio había en los diarios que
uno de gran prestigio publicó este titular
al borde inferior de su página de espectáculos:
"Una bomba de fabricación casera mató
ayer a cuatro niños que recogían
basura en una calle de Bagdad".
Los cubanos, sin embargo, no podemos ni queremos
olvidar aquellos días de abril de 1980,
cuando más de cien mil compatriotas fueron
escupidos y apedreados por parientes y vecinos
-mientras se dirigían, apenas con lo que
llevaban puesto, al embarcadero de un pequeño
puerto de La Habana con nombre de mujer: Mariel.
Ese repudio es, sin duda, la página más
vergonzante de la Revolución cubana, de
nuestra memoria, de nuestras vidas. Protagonistas
de Mariel, algunos viejos y queridísimos
amigos, han reabierto sus heridas. Con profunda
admiración, reproduzco algunos fragmentos
de sus testimonios, publicados recientemente en
el Nuevo Herald de Miami. El director de ese diario,
Humberto Castelló, también fue Marielito.
Por eso, seguro, no olvidó la fecha.
Carlos Victoria, novelista, 26 años en
1980: Cuando ocurrió el Mariel yo vivía
como si la vida no valiera nada. Me habían
dicho durante tanto tiempo que yo no valía
nada, que al negar aquello que llamaban la patria
o el socialismo o la revolución (o cualquiera
de esos tantos nombres) yo negaba mi condición
humana, mi dignidad, mi vocación de escritor,
que a la larga comencé a creer que nada
valía nada, ni esos nombres ni esa isla
ni yo. Y en ese instante retumbó el Mariel.
(...) Hoy recuerdo solamente detalles de aquellos
días frenéticos. Recuerdo como en
una neblina los actos de repudio, con las golpizas
y los escupitajos. Mi madre recibió uno
en la mejilla. (...) Recuerdo la costa de la isla,
ese instante de dolor y alivio cuando uno dice
adiós a una pasión que llegó
a consumirte. El que no haya sufrido por un amor
que se volvió tortura y del que hay que
escapar si es necesario muerto, no sabe de qué
hablo.
Tomás Díaz, percusionista. 19 años
en 1980: Salí del puerto de Mariel en un
barco llamado el Hill David. Había espacio
para sólo 150 personas pero ellos metieron
350. Recé mucho. Vi barcos que se hundían
en el camino. La situación se puso tan
mala que la gente empezó a recoger ''quilos
prietos'' (monedas) y se pusieron a buscar a un
negro para que los lanzara por la borda, como
con la Virgen de la Caridad del Cobre. Yo era
la única persona negra a bordo, así
que me pidieron que lo hiciera. Lo hice.
Andrés Reynaldo, poeta, 26 años
en 1980: Al cabo de 25 años, el Mariel
sigue teniendo para mí el mismo significado:
libertad. Con una sustancial diferencia. En 1980,
yo simplemente quería ser libre. Hoy, he
aprendido a ser libre. La libertad es una asignatura
tan difícil como provechosa. Hay muchos
que nunca llegan a aprobarla. (...) Aquí
he disfrutado mi juventud. Aquí nacieron
mis hijos. Puesto a sacar cuentas, este país
me ha dado más, mucho más, de lo
que yo esperaba. Y ciertamente más de lo
que yo le he dado. Esas deudas se pagan con gratitud,
por supuesto. Pero también con cierto afán
de compromiso. El mío es seguir siendo
un hombre libre.
Armandina Morales, ama de casa. 53 años
en 1980: Cuando llegamos, pusieron unos perros
policías furiosos en una jaula muy cerca
de nosotras. Mi nieta estaba aterrorizada. No
comíamos. Ni siquiera teníamos hambre
porque todo era tan repugnante. Ahora soy americana.
El otro día estaba limpiando y encontré
una bandera cubana. La boté. No quiero
saber nada de esa isla.
Tampoco se sabrá nunca cómo se
llamaban los cuatro niños que recogían
basura en una calle de Bagdad. Llegaron al cielo
10 minutos después que Wojtyla. La vida
es un éxodo. Una inesperada, apasionante
y a veces injusta travesía.
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