Mariel, la bomba balsera
y el león tranquilo
Carlos Alberto Montaner, El
Nuevo Herald, 3 de abril de 2005.
Madrid) Hace 25 años, en abril de 1980,
se produjo un hecho espectacular: decenas de miles
de desesperados cubanos navegaban a bordo de cualquier
cosa rumbo al sur de los Estados Unidos. Había
comenzado una conmovedora aventura migratoria
conocida por el nombre del sitio habilitado por
el gobierno cubano como puerto de embarque: Mariel.
En pocas semanas, mientras Castro permitió
la huida en masa de sus ciudadanos, nada menos
que unas ciento veinticinco mil personas lograron
cruzar el Estrecho de la Florida. Entonces se
dijo que, si el Comandante no hubiera detenido
el éxodo, probablemente varios millones
más hubieran escapado del paraíso
socialista.
En general, esta nueva oleada de exiliados constituía
un corte transversal de la sociedad cubana, con
una representación más o menos razonable
de profesionales, obreros, campesinos, estudiantes,
blancos, negros y mulatos. Sólo había
dos categorías de personas que poseían
una representación proporcional mayor que
la estadísticamente predecible: los homosexuales
y personas condenadas por delitos comunes. ¿Por
qué? En un caso, porque el gobierno cubano
desterró a punta de bayoneta a unos cuantos
millares de homosexuales, víctimas permanentes
del odio machista-leninista de Castro y sus homofóbicos
partidarios, quienes desde los años sesenta
se habían ensañado cruelmente contra
cualquier persona que escapara a la definición
del hombre nuevo cubano, un varón feroz
y antiimperialista, gloriosamente testiculado.
En el otro caso, en el de los delincuentes comunes,
el dictador hizo algo que caía plenamente
dentro de la definición de una grave agresión
internacional: seleccionó a los peores
psicópatas y criminales encerrados en las
cárceles cubanas y los embarcó en
los botes de quienes emigraban a Estados Unidos.
Con esa canallesca acción perseguía
tres objetivos: empañar la imagen de sus
adversarios, a quienes las turbas golpeaban en
las calles mientras los calificaban de ''escoria'',
castigar a los Estados Unidos y, de paso, vaciar
sus atestadas cárceles, librándolas
de unos cuantos millares de personas indeseables.
En los primeros momentos de la llegada de esa
impresionante marejada humana, generosamente acogida
por el gobierno de Carter y por el estado de la
Florida, algunos analistas opinaron que tendría
una difícil adaptación a Estados
Unidos, dado que esos cubanos habían padecido
veinte años de adoctrinamiento comunista,
pero la predicción resultó errónea:
el grueso de ese grupo de inmigrantes consiguió
integrarse admirablemente bien a la sociedad norteamericana,
y en pocos años formaba parte de la exitosa
historia de los exiliados cubanos en Estados Unidos.
Tres veces ha lanzado Castro su ''bomba balsera''
contra Estados Unidos para obligar a Washington
a hacer concesiones migratorias y siempre ha logrado
su propósito: en septiembre de 1965, desde
el puerto de Camarioca, anunció la salida
libre rumbo a Florida de todo aquél que
fuera recogido por una embarcación. Tras
la llegada de los primeros dos mil exiliados,
el presidente Lyndon Johnson autorizó los
''Vuelos de la Libertad'' y en pocos años
200,000 nuevos refugiados llegaron a territorio
norteamericano. En 1980 se produjo el mencionado
''Exodo de Mariel'', con las consecuencias descritas.
En 1994, en medio de la peor crisis económica
que ha padecido Cuba, Castro volvió a repetir
la misma jugada, y el presidente Bill Clinton
se encontró con 32,000 balseros detenidos
en alta mar y trasladados a Guantánamo,
situación a la que puso fin admitiéndolos
en Estados Unidos, mientras les otorgaba a los
cubanos el alivio de 20,000 visas anuales, lo
que significa que, desde esa fecha a hoy, otros
200,000 nuevos inmigrantes han llegado al sur
de la Florida.
Castro suele presentarse ante el mundo como una
pobre víctima de Estados Unidos, pero los
datos objetivos demuestran exactamente lo contrario:
Washington ha sido una fuente de estabilidad de
su dictadura. En casi medio siglo de gobierno
ha conseguido trasportar a territorio supuestamente
enemigo al 15 por ciento de la población
cubana; los granjeros norteamericanos son sus
principales vendedores de alimentos; las remesas
de los emigrantes cubanoamericanos constituyen
la primera fuente de divisas que percibe el país;
las poderosas organizaciones religiosas de Estados
Unidos son los donantes más generosos de
ayuda humanitaria que recibe Cuba; y, finalmente,
esas 20,000 visas anuales funcionan como una especie
de Prozac político que mantiene a cientos
de miles de personas desafectas dulcemente sedadas
mientras aguardan impacientes el resultado de
la lotería anual que acaso les permitirá
liberarse de la pesadilla comunista.
La única pregunta que carece de una fácil
respuesta es por qué Estados Unidos, pese
a su inmenso poderío, a lo largo de varias
décadas ha sido siempre tan tímido
en sus enfrentamientos con Castro. Si algún
país norteafricano lanzara una ''bomba
migratoria'' contra Europa --envenenada, además,
con criminales salidos de las cárceles--,
la reacción de la UE sería inmediata,
contundente y tendría el apoyo de casi
toda la sociedad. Evidentemente, el león
no es tan fiero como lo pintan sus enemigos. Y
Castro lo sabe.
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