Praga
y el problema cubano
Carlos Alberto Montaner, El
Nuevo Herald, 19 de septiembre de 2004.
P raga -- Praga está muy lejos de Cuba,
pero hasta esta bella ciudad, convocados por el
ex presidente Václav Havel y su Comité
Internacional para la Democracia en Cuba, han
venido importantísimos ex jefes de gobierno
y parlamentarios de medio mundo a colaborar con
los demócratas cubanos que, dentro y fuera
de la isla, buscan una transición pacífica
y ordenada hacia la libertad y hacia una economía
abierta y eficiente capaz de sustentar decorosamente
al pueblo de la isla.
Magnífico. La enorme calidad y variedad
del grupo, donde comparecen canadienses, latinoamericanos,
europeos y norteamericanos, revela el primero
y más importante de los aspectos que hay
que tomar en cuenta: eso que llamamos ''el problema
cubano'' no es un asunto que sólo concierne
a los habitantes o a los desterrados de esa isla.
Es, fundamentalmente, un problema de Occidente.
Un problema de las democracias occidentales, como
lo fue Europa oriental durante la etapa comunista.
Si se quiere, es un episodio más de lo
que los estrategas llaman el "atlantismo''.
Si Kennedy, en 1961, en medio de la guerra fría,
frente al entonces incipiente muro edificado por
Jrushov, gritó solidariamente: ''Yo soy
un berlinés'', dando a entender que la
suerte de Alemania no era distinta ni ajena a
la de Estados Unidos, todos estos ilustres políticos
e intelectuales están hoy en Praga repitiendo
la consigna: ''Yo también soy un cubano''.
Si treinta años más tarde Ronald
Reagan, en el mismo lugar, gritó: ''Señor
Gorbachov, derribe ese muro'', todas estas personas
reunidas en Praga están diciendo algo parecido:
"Dejen que los cubanos se expresen libremente''.
Esta cumbre, en suma, desmiente la perniciosa
imagen, acuñada por la dictadura de Castro,
que presentaba el conflicto cubano como el desigual
y permanente enfrentamiento entre David y Goliat:
la pequeña y heroica isla acosada por el
gigante imperial que no se resignaba a la pérdida
de su supuesta antigua colonia.
Falso: el mundo comprende perfectamente que la
castrista es la última satrapía
estalinista que queda en Occidente y no acepta
el falaz argumento de que se trata de un reñidero
entre Estados Unidos y Cuba. Es un conflicto entre
los demócratas del mundo entero y los tercos
defensores de un modelo totalitario, fracasado
en todas partes, que resultó arrastrado
al ''basurero de la historia'' en todos los países
de cultura europea, menos en Cuba, donde la represión
sin fisuras del régimen retarda lo que,
a medio o largo plazo, resulta conveniente e inevitable.
La cumbre tampoco admite el disparatado argumento
de que, en virtud de sus atributos soberanos,
el gobierno cubano puede elegir el modelo comunista
si ésa es su voluntad. Los líderes
reunidos en Praga también vienen a decir
que la soberanía sólo es legítima
cuando libremente expresa la compleja pluralidad
de las sociedades. El gobierno de La Habana apenas
representa la voluntad del dictador que ordena
y manda y, tal vez, la de un partido político
que, con la suma total de sus afiliados, solamente
representa al seis por ciento de la ciudadanía.
Es fundamental que se abra paso esta visión
internacional del ''problema cubano''. Si la libertad
prevaleció en Occidente frente a sus dos
enemigos más atroces y destructivos, el
nazifascismo y el comunismo, fue porque se trenzó
una fuerte alianza entre diversas naciones capaz
de enfrentarlos firmemente hasta su derrota.
Hoy, con la muerte de Fidel Castro situada en
un horizonte cercano, nadie duda que el comunismo
vive en Cuba su etapa final, anunciada por una
sociedad miserable y sin esperanzas, totalmente
desencantada, sobre la que manda una cúpula
impopular, desmoralizada y corrupta. Pero la tentación
y el instinto de esa clase dirigente será
el de tratar de perpetuarse mediante una sucesión
sin cambios que resistirá como pueda las
presiones internas y externas en la dirección
de la apertura y la democracia.
Esos ''sucesores'' de Castro, sean quienes sean,
en una primera fase sucumbirán a la influencia
del modelo norcoreano de aislamiento y resistencia,
ofreciendo a cambio control policiaco sobre el
territorio para evitar el éxodo incontrolado
de refugiados o el tránsito de drogas hacia
Estados Unidos, pero un acto como la Cumbre de
Praga debe advertirles a estos presuntos ''herederos''
que ese mezquino quid pro quo, ese vil cambalache
no es aceptable por el mundo democrático
internacional.
El mensaje de Occidente dado en Praga con relación
a Cuba es muy claro: sólo es internacionalmente
aceptable para la isla un modelo político
democrático y plural que le otorgue el
poder a quienes realmente posean el apoyo de la
mayoría, pero que, al mismo tiempo, proteja
y tenga en cuenta los derechos de las minorías.
Además, cuando esa verdadera transición,
con garantías para todas las partes, comience
a ocurrir, desde Europa y desde América
llegará generosamente la mano aliada para
ayudar a la reconstrucción material y moral
de una sociedad devastada por décadas de
atropellos y arbitrariedades. El Comité
Internacional para la Democracia en Cuba comenzará
entonces la segunda fase de su vital compromiso.
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