PRENSA INTERNACIONAL
Marzo 15, 2004

El niño del pífano

Por Armando Añel. La Otra Ventana, 15 de marzo de 2004.

Manuel Vázquez Portal era un outsider de la venta de libros viejos cuando entablamos nuestra primera conversación en la Plaza de Armas, hacia 1997 o finales de 1996. Habíamos coincidido puesto contra puesto -espacios de tres metros por uno en las aceras del parque, en los que colocábamos el "género"- y no recuerdo muy bien por qué descubrí, o él me hizo descubrir, sus dotes de juez y parte (literariamente hablando). Aproveché para mostrarle un magro folleto de poesía que un par de años antes me habían editado, y de paso invitarlo a que nos asociáramos. Vázquez no tenía licencia de librero -seguramente el Estado tampoco habría accedido a proporsionársela- pero la nuestra no fue una asociación coyuntural: su compañía me proporcionaba un colega de trato afable, expansivo, cuyas maneras, artilugios y conocimientos, constituían toda una inversión. Enseguida supe de su labor como periodista independiente.

Entretanto, los días de la Plaza matizaban un paisaje donde "la maldita circunstancia del agua por todas partes" ejercía el peso muerto de la inmovilidad. Había allí turistas, pedigüeños, pordioseros, politólogos, poetas, prostitutas, policías… una fauna trepidante, de la que uno no podía prescindir y con la que siempre acababa mezclándose. A la que de alguna manera pertenecíamos, subsidiariamente, como el náufrago al barco que se va a pique. En medio de todo aquello -confluencia de dos mundos: el visitante, que pretendía descubrir y disfrutar la esencia oculta de lo cubano, y sustentaba la "prosperidad" del llamado Casco Histórico; y el anfitrión, incapaz de ejercer como tal en su propia casa, pero dispuesto a rentabilizar los estereotipos-, Vázquez daba un punto de color, casi de costumbrismo. Al hablar, manejaba la corrección propia de las provincias centrales y las retóricas, y acentos, del orador clásico. Nada de lo relacionado con la tradición literaria española -Siglo de Oro y adyacentes- y sus suculencias verbales, le era ajeno.

Discutíamos con una vehemencia límite sobre política; yo en su bando, claro, contra el minoritario, pero obstinado, de los defensores del Gobierno, y aun contra los desaprensivos, que en la isla son legión. A lo largo de aquellas porfías, en las que el tono solía subir y era inmediatamente rebajado por las advertencias de los más prudentes, comencé a sentirme rebasado. Por las circunstancias, los días siempre iguales a los días, la cuestión de fondo contra la que aquellos debates se estrellaban. Vázquez me hacía desde hacía tiempo una observación, a veces un poco en broma, a veces un poco en serio. A mí y a algunos de los que nos rodeaban: en lugar de desgastarnos en controversias inútiles, haríamos mejor haciendo algo. La redundancia del verbo en clave martiana: hacer es la mejor manera de decir. Me lo propuso y me lo pensé. Ya se sabe que decisiones como la de hacer periodismo libre en Cuba no suelen tomarse a la ligera.

Podría decirse que el Grupo de Trabajo Decoro, gestado a finales de 1998 por Manuel Vázquez Portal, nació de la contundencia de esas tardes de la Plaza de Armas, en las que la fatiga temática cedió paso, poco a poco, a la extenuación. A la extenuación moral. Había que hacer algo, y Vázquez sabía qué. Lo sabía desde hacía mucho, porque desde hacía mucho lo venía haciendo.

Vázquez y Decoro

En el emergente escenario de la prensa alternativa cubana, el Grupo de Trabajo Decoro exhibía características distintivas. Varios de sus miembros practicaban un periodismo a ratos transgresor, más reconcentrado que informativo, en el que ciertos giros y tópicos revelaban la ascendencia literaria de sus autores. Además, en su nómina fundadora predominaban los jóvenes. Luego algunos de ellos abandonarían la agencia -y/o la disidencia- a raíz de la promulgación de la Ley 88 o Mordaza, espada de Damocles para quienes, inicialmente, habían creído descubrir una brecha en la intolerancia del castrismo. La oleada represiva de marzo de 2003, con base en la mencionada Ley, justificaría sus temores.

El episodio de la Ley Mordaza estuvo adicionalmente jalonado, en el caso de Decoro, por la irrupción de la CNN en la sede del Grupo, con la periodista Lucia Newman a la cabeza. Ocurrió la mañana de la promulgación oficial del decreto; la reportera estadounidense aún no había conseguido localizar a ninguna agencia de periodismo independiente cuando Osvaldo Alfonso Valdés, esposo de Claudia Márquez Linares y presidente del Partido Liberal Democrático de Cuba, me preguntó si la CNN podía filmarnos -en aquella época transmitíamos nuestros artículos desde mi casa-. El espectáculo de varios periodistas extranjeros desembarcando sus enseres en una callecita de Centro Habana, desde uno de esos autos que ruedan la capital como fantasmas del futuro y bajo el cielo encapotado de la curiosidad cederista, aterrorizó a alguno que otro; entiéndase lo que ello significa en sociedades totalitarias como la cubana, saturadas por la omnipresencia de la policía del pensamiento. Y sin embargo, con Vázquez frente a las cámaras todo fluyó sin mayores contratiempos.

El magisterio de Vázquez tenía asiento en la naturalidad de su liderazgo. Lo ejercía a la manera de quien vive una aventura conformada por muchos pequeños episodios sucesivos, y se regodea en ella. En un contexto marcado por el miedo y la suspicacia, su modo de desempeñar la disidencia y dirigir Decoro -locuaz, dicharachero, amable- infundía tranquilidad y generaba confianza. Tanto desde un punto de vista personal como profesional. En este último sentido, su labor se concentró en limar las asperezas de los más inexpertos -entre los que yo mismo estaba-, priorizando siempre las columnas vertebrales del oficio: la claridad al informar más la autenticidad de lo informado.

Mi última etapa en Decoro coincidió con la entrega seriada, por parte del poeta a la agencia Cubanet, de la novela El niño del pífano. Quiero cerrar con esa imagen, particularmente sugestiva. El libro cuenta, desde un lirismo de alto contenido alegórico, la historia de un periodista a la caza de vivienda en la Cuba de las microbrigadas. Enmanuel, protagonista de la novela que escribe dentro de la novela de Vázquez el periodista protagonista de la novela de Vázquez, resulta ser, a fin de cuentas, el propio periodista… y el autor. El autor que todos los martes -¿o lunes, o miércoles?- dictaba sus crónicas y los capítulos de su novela contra el auricular de un viejo teléfono habanero, mientras del otro lado de la línea, en Miami, Rosa Berre los transcribía. El autor que hacía y entregaba su obra jubiloso, con el entusiasmo o el deslumbramiento del niño que recibe un juguete nuevo, fulgurante. Que sopla sobre él y hace música.


 

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