La médica no pudo salir
de Cuba para reunirse con su hijo
Por Oliver Galak, enviado especial.
La Nación,
Argentina, 26 de diciembre de 2004.
LUCILA DEL MAR.- Faltan dos horas
para la Nochebuena. Roberto no ve el momento de
hacer volar por los aires el arsenal de cohetes
y cañitas que acumuló durante la
semana. Dice que a los nueve años ya puede
manipular solo la pirotecnia. Sus padres, Roberto
Quiñones y Verónica Scarpatti, no
opinan lo mismo.
Su hermano, Juan Pablo, también está
ansioso: "¿Cuándo viene Papá
Noel? ¿Lo voy a poder ver?", pregunta
cada cinco minutos. Con la ingenuidad de un niño
de tres años y la astucia de quien ya conoce
los movimientos de este pequeño balneario
sobre la costa atlántica, ensaya una hipótesis:
"Va a venir en remise".
Roberto Carlos y Juan Pablo Quiñones son
los nietos que Hilda Molina aún no conoce.
Por ellos el presidente Néstor Kirchner
escribió a Fidel Castro y le pidió
que permita a la médica cubana pasar las
Fiestas en la Argentina junto con su familia.
La nueva negativa, que provocó una crisis
bilateral y la renuncia de dos funcionarios argentinos,
fue el peor regalo navideño que podían
recibir los pequeños.
La ansiedad, en esta casa emplazada a metros
del mar, no es patrimonio exclusivo de los niños.
Cuando ya quedó claro que no se van a adelantar
ni el lanzamiento de los cohetes ni la llegada
de Papá Noel, Roberto pide lo que todos
estaban esperando: "Llamemos ahora a la abuela
Hilda".
Esta vez obtiene un sí fácil. Su
padre, un cubano nacionalizado argentino, tampoco
puede esperar hasta la medianoche para saludar
a Molina. Es notable el esfuerzo que hace para
mostrarse alegre y no transmitirles a sus hijos
el dejo de amargura que representa para él
cada Navidad. Juan Pablo se dio cuenta: "Estoy
triste porque papá está triste",
le había susurrado esa tarde a su mamá.
Los Quiñones -reunidos con los padres
y los hermanos de Scarpatti, y con LA NACION como
único testigo- todavía no comieron,
pero Molina sí. Sólo su madre, Hilda
Morejón, de 86 años, la acompaña
en el oscuro monoblock que habita en La Habana.
La comida fue la misma que se sirve todos los
días en la casa de la primera mujer en
el planeta en realizar una intervención
quirúrgica de trasplante de tejido cerebral:
un vaso de yogur para ella, una taza de café
con leche para la bisabuela de Roberto y Juan
Pablo y un plato de bizcochos para ambas. No hubo
brindis ni pan dulce ni arbolito ni reencuentro
familiar.
Llamada
La llamada se produce luego de varios intentos
por vencer la saturación de las líneas
telefónicas. Quiñones es el primero
en hablar. Bajo la contención de su hogar,
ya no tartamudea tanto como cuando debe enfrentar
a cámaras, micrófonos o funcionarios.
"Los niños estaban muy ansiosos y
no querían esperar hasta las 12",
dice. "Todos teníamos en el fondo
la esperanza de que esta vez...", la oración
la completa Molina del otro lado de la línea.
Quiñones la nota animada, por lo menos
más que en las anteriores diez navidades
celebradas a 6800 km de distancia. La neurocirujana
recibió horas antes a periodistas y fotógrafos
de las agencias internacionales y ya no se siente
tan sola. Existe para el mundo; la opinión
pública cubana, en cambio, no escuchó
hablar de su caso.
Quiñones le pasa el teléfono a
su hijo mayor. Roberto responde con monosílabos
las preguntas con las que lo ametrallan su abuela
y su bisabuela: "¿Cómo la estás
pasando? ¿Ya recibiste los regalos? ¿Fuiste
a la playa?". Las "Hildas", como
las llaman él y su hermano, están
aferradas cada una a un aparato telefónico
y ninguna se quiere perder un segundo de la conversación.
Roberto no quiere llorar y no bien pasa el celular
a su madre, corre a abrazarse con su padre.
El teléfono pasará de mano en mano
por toda la familia Quiñones y toda la
familia Scarpatti. Molina les cuenta su Navidad:
una solitaria comida de rutina, algunos rezos
por la familia y la radio de onda corta con la
sintonía clavada en una emisora católica
que transmite en español desde Alabama.
"Nos hicimos la idea de que estábamos
con el Papa", diría más tarde.
"¿Ya pusiste al Niño Jesús
en el pesebre?", le pregunta la abuela a
Juan Pablo. "No, cuando venga Papá
Noel", dice el chico en su particular forma
de nombrar la medianoche.
Comunicación sin palabras
En un momento, la charla telefónica prescinde
de las palabras. Es justamente cuando la comunicación
se hace más intensa; cuando llega el turno
del hermano menor de la esposa de Quiñones.
Pablo Scarpatti sufre un tipo especial de cuadriplejia.
En 1993, su familia lo llevó a Cuba para
ser atendido en el centro médico que dirigía
Molina con la colaboración de su hijo,
discípulo y mano derecha. Verónica
fue a visitarlo y así conoció a
Quiñones. Tardaron apenas unos meses en
enamorarse y casarse en La Habana.
El joven no puede hablar, pero una mueca de satisfacción
da una idea de la alegría que siente al
escuchar la voz de la médica que lo atendió
durante un año, detuvo el deterioro de
su cuerpo y alivió su dolor. Molina escucha
una seguidilla de suspiros y no necesita que nadie
le explique nada.
En total, la llamada no dura más de 15
minutos. En La Habana son las 21.30, pero las
dos abuelas ya se van a dormir. En La Lucila del
Mar, los Quiñones comienzan su cena navideña.
Nada hace sospechar que se trate de una familia
distinta del resto de las argentinas. Hay risas,
peleas, recuerdos de anécdotas pasadas,
"gastadas" a vecinos y parientes, llamadas
de última hora, muestras de cariño
y mucha comida.
La última comunicación telefónica
antes de la medianoche es con Eduardo Valdés,
el ex jefe de gabinete de la Cancillería
que pagó con su puesto su ímpetu
por intentar reunificar la familia a cualquier
costo. El colaborador de Rafael Bielsa ya no trae
novedades, ni buenas ni malas. Sólo hay
deseos mutuos de felicidades y saludos para las
respectivas familias. Pide el número de
Molina, pero sólo podrá comunicarse
al día siguiente.
Ningún funcionario llamó a los
Quiñones. Hace una semana que el hijo de
Molina no tiene contacto con los hombres del Gobierno.
En la mesa se habla de política. De Kirchner,
de Castro, de Bielsa, de la realidad cubana. Salvo
por el conocimiento de primera mano que tienen
de los hechos, los comentarios son casi los mismos
que se podrían escuchar en cualquier casa.
Ni Roberto ni Juan Pablo se meten en esos temas.
"Probablemente ellos no sepan de usted ni
de mí. Menos de relaciones bilaterales,
cuestiones políticas o devaneos judiciales",
decía la carta de Kirchner que proponía
"regalarles a estos pequeños argentinos,
de ascendencia cubana, una Navidad con su abuela
y su bisabuela".
Mientras los chicos estaban disfrutando de los
fuegos artificiales, el arbolito se rodeó
de regalos. Roberto obtuvo la ropa deportiva que
quería y un Simon para ejercitar la memoria.
Juan Pablo estaba feliz con su flamante bicicleta
roja. La carta a Papá Noel resultó,
evidentemente, más efectiva que el pedido
presidencial a Castro.
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