PRENSA INTERNACIONAL
Diciembre 27, 2004
 

La médica no pudo salir de Cuba para reunirse con su hijo

Por Oliver Galak, enviado especial. La Nación, Argentina, 26 de diciembre de 2004.

LUCILA DEL MAR.- Faltan dos horas para la Nochebuena. Roberto no ve el momento de hacer volar por los aires el arsenal de cohetes y cañitas que acumuló durante la semana. Dice que a los nueve años ya puede manipular solo la pirotecnia. Sus padres, Roberto Quiñones y Verónica Scarpatti, no opinan lo mismo.

Su hermano, Juan Pablo, también está ansioso: "¿Cuándo viene Papá Noel? ¿Lo voy a poder ver?", pregunta cada cinco minutos. Con la ingenuidad de un niño de tres años y la astucia de quien ya conoce los movimientos de este pequeño balneario sobre la costa atlántica, ensaya una hipótesis: "Va a venir en remise".

Roberto Carlos y Juan Pablo Quiñones son los nietos que Hilda Molina aún no conoce. Por ellos el presidente Néstor Kirchner escribió a Fidel Castro y le pidió que permita a la médica cubana pasar las Fiestas en la Argentina junto con su familia. La nueva negativa, que provocó una crisis bilateral y la renuncia de dos funcionarios argentinos, fue el peor regalo navideño que podían recibir los pequeños.

La ansiedad, en esta casa emplazada a metros del mar, no es patrimonio exclusivo de los niños. Cuando ya quedó claro que no se van a adelantar ni el lanzamiento de los cohetes ni la llegada de Papá Noel, Roberto pide lo que todos estaban esperando: "Llamemos ahora a la abuela Hilda".

Esta vez obtiene un sí fácil. Su padre, un cubano nacionalizado argentino, tampoco puede esperar hasta la medianoche para saludar a Molina. Es notable el esfuerzo que hace para mostrarse alegre y no transmitirles a sus hijos el dejo de amargura que representa para él cada Navidad. Juan Pablo se dio cuenta: "Estoy triste porque papá está triste", le había susurrado esa tarde a su mamá.

Los Quiñones -reunidos con los padres y los hermanos de Scarpatti, y con LA NACION como único testigo- todavía no comieron, pero Molina sí. Sólo su madre, Hilda Morejón, de 86 años, la acompaña en el oscuro monoblock que habita en La Habana. La comida fue la misma que se sirve todos los días en la casa de la primera mujer en el planeta en realizar una intervención quirúrgica de trasplante de tejido cerebral: un vaso de yogur para ella, una taza de café con leche para la bisabuela de Roberto y Juan Pablo y un plato de bizcochos para ambas. No hubo brindis ni pan dulce ni arbolito ni reencuentro familiar.

Llamada

La llamada se produce luego de varios intentos por vencer la saturación de las líneas telefónicas. Quiñones es el primero en hablar. Bajo la contención de su hogar, ya no tartamudea tanto como cuando debe enfrentar a cámaras, micrófonos o funcionarios.

"Los niños estaban muy ansiosos y no querían esperar hasta las 12", dice. "Todos teníamos en el fondo la esperanza de que esta vez...", la oración la completa Molina del otro lado de la línea.

Quiñones la nota animada, por lo menos más que en las anteriores diez navidades celebradas a 6800 km de distancia. La neurocirujana recibió horas antes a periodistas y fotógrafos de las agencias internacionales y ya no se siente tan sola. Existe para el mundo; la opinión pública cubana, en cambio, no escuchó hablar de su caso.

Quiñones le pasa el teléfono a su hijo mayor. Roberto responde con monosílabos las preguntas con las que lo ametrallan su abuela y su bisabuela: "¿Cómo la estás pasando? ¿Ya recibiste los regalos? ¿Fuiste a la playa?". Las "Hildas", como las llaman él y su hermano, están aferradas cada una a un aparato telefónico y ninguna se quiere perder un segundo de la conversación. Roberto no quiere llorar y no bien pasa el celular a su madre, corre a abrazarse con su padre.

El teléfono pasará de mano en mano por toda la familia Quiñones y toda la familia Scarpatti. Molina les cuenta su Navidad: una solitaria comida de rutina, algunos rezos por la familia y la radio de onda corta con la sintonía clavada en una emisora católica que transmite en español desde Alabama. "Nos hicimos la idea de que estábamos con el Papa", diría más tarde.

"¿Ya pusiste al Niño Jesús en el pesebre?", le pregunta la abuela a Juan Pablo. "No, cuando venga Papá Noel", dice el chico en su particular forma de nombrar la medianoche.

Comunicación sin palabras

En un momento, la charla telefónica prescinde de las palabras. Es justamente cuando la comunicación se hace más intensa; cuando llega el turno del hermano menor de la esposa de Quiñones.

Pablo Scarpatti sufre un tipo especial de cuadriplejia. En 1993, su familia lo llevó a Cuba para ser atendido en el centro médico que dirigía Molina con la colaboración de su hijo, discípulo y mano derecha. Verónica fue a visitarlo y así conoció a Quiñones. Tardaron apenas unos meses en enamorarse y casarse en La Habana.

El joven no puede hablar, pero una mueca de satisfacción da una idea de la alegría que siente al escuchar la voz de la médica que lo atendió durante un año, detuvo el deterioro de su cuerpo y alivió su dolor. Molina escucha una seguidilla de suspiros y no necesita que nadie le explique nada.

En total, la llamada no dura más de 15 minutos. En La Habana son las 21.30, pero las dos abuelas ya se van a dormir. En La Lucila del Mar, los Quiñones comienzan su cena navideña. Nada hace sospechar que se trate de una familia distinta del resto de las argentinas. Hay risas, peleas, recuerdos de anécdotas pasadas, "gastadas" a vecinos y parientes, llamadas de última hora, muestras de cariño y mucha comida.

La última comunicación telefónica antes de la medianoche es con Eduardo Valdés, el ex jefe de gabinete de la Cancillería que pagó con su puesto su ímpetu por intentar reunificar la familia a cualquier costo. El colaborador de Rafael Bielsa ya no trae novedades, ni buenas ni malas. Sólo hay deseos mutuos de felicidades y saludos para las respectivas familias. Pide el número de Molina, pero sólo podrá comunicarse al día siguiente.

Ningún funcionario llamó a los Quiñones. Hace una semana que el hijo de Molina no tiene contacto con los hombres del Gobierno.

En la mesa se habla de política. De Kirchner, de Castro, de Bielsa, de la realidad cubana. Salvo por el conocimiento de primera mano que tienen de los hechos, los comentarios son casi los mismos que se podrían escuchar en cualquier casa.

Ni Roberto ni Juan Pablo se meten en esos temas. "Probablemente ellos no sepan de usted ni de mí. Menos de relaciones bilaterales, cuestiones políticas o devaneos judiciales", decía la carta de Kirchner que proponía "regalarles a estos pequeños argentinos, de ascendencia cubana, una Navidad con su abuela y su bisabuela".

Mientras los chicos estaban disfrutando de los fuegos artificiales, el arbolito se rodeó de regalos. Roberto obtuvo la ropa deportiva que quería y un Simon para ejercitar la memoria. Juan Pablo estaba feliz con su flamante bicicleta roja. La carta a Papá Noel resultó, evidentemente, más efectiva que el pedido presidencial a Castro.

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