SOCIEDAD`
Sobre héroes y horrores
LA HABANA, octubre (www.cubanet.org)
- Gerardo, Antonio, Ramón, Fernando y René...
Finalmente, y a pesar de mi reticencia casi rabiosa
de dos años o más, hoy he terminado
memorizando a desgana estos cinco nombres comunes
en un orden particular: Gerardo, Antonio, Ramón,
Fernando y René...
Y duele hasta lo indecible este acto de fijación
que me ha impuesto mi propia memoria, esta traición
interna que me he hecho a mí misma. Es
cruel darse cuenta de que una no es más
que un ente repetidor de la propaganda de turno,
que una también está contaminada
y es conminada por la retórica del horror.
En este caso, del horror de los héroes,
que es el más difícil de desenmascarar,
pues se corre el riesgo de ser estigmatizada como
un agente anti-patria ante los ojos cegatos de
la masa.
La patria: ese hueco negro cuya gravedad se traga
limpiamente todo el odio de sus patriotas, esa
válvula de escape para culpar siempre al
otro y a lo otro, esa figura abstracta en cuyo
nombre se han cometido los más concretos
crímenes...
Ya me temía que estaba a punto de sucederme
semejante auto-traición mnemotécnica.
Desde algunos meses atrás me era fácil
nombrar al azar a cuatro de esos nombres comunes,
si bien alguno siempre se desvanecía en
mi desmemoria, acaso gracias a un último
rescoldo de orgullo propio. Pero el tiempo pasaba
y el bombardeo propagandístico se iba recrudeciendo,
y ya me era inevitable avizorar la tragedia. Y
este viernes 10 de octubre de 2003 por fin ha
ocurrido lo peor. Disciplinadamente ahora los
puedo nombrar a los cinco y en el orden dictaminado
por la letanía oficial: Gerardo, Antonio,
Ramón, Fernando y René...
Así, recién he comprobado en mente
propia que no basta con mantenerse al margen de
la retórica oficial para no ser consumidos
por ella -consumados en ella-, marcados ideológicamente
por un kitsch al rojo vivo tras lo cual nunca
volveremos a ser nosotros del todo, como ganado
salvaje que al cabo resulta domesticado aún
cuando todavía no paste en el corral junto
al resto de la rebañada.
Así, también, recién he
llegado a la conclusión de que el verdadero
crimen legal de estos cinco "héroes
prisioneros del imperio" -como reza el sermón
de turno- no fue cometido tanto en territorio
estadounidense como cubano, donde generaciones
enteras están sucumbiendo ahora mismo bajo
una vocinglería ideotizante más
que ideologizante, precisamente con estos cinco
nombres comunes como vedettes: Gerardo, Antonio,
Ramón, Fernando y René... (títeres
aptos para todas las edades, matinée de
marionetas macabras para desenfocar el horror
de la realidad a través del lente idílico
de lo heroico).
Y así, por último, creo poder darme
el lujo de hablar en términos de "genocidio
ideolingüístico", donde la repetición
mecánica ad infinitum de frasecitas simplonas
termina por simplificar físicamente al
lenguaje, abaratando su capacidad de nombrar y,
por supuesto, desarticulando cualquier andamiaje
conceptual que pudiera manar de la palabra y la
idea. La lengua se trueca, pues, en neolengua,
para apropiarnos del término acuñado
en "1984", la famosa novela de George
Orwell (seudónimo del no tan famoso Eric
Arthur Blair, 1903-1950).
A cambio de esta "gran estafa" gramática,
se nos impone la más bien cómoda
tiranía de una imagen fija, sin pasado
ni futuro articulable: se nos concede el derecho
de no tener que pensar, a cambio del deber de
regurgitar lo ya masticado antes para nosotros.
Este trueque es necesario para no dejar completamente
en blanco la mente de las masas, pues la existencia
del sujeto político implica siempre un
mínimo de reacción para que éste
pueda ser instrumentalizado según los deseos
del poder. Por ejemplo: agitar banderitas cubanas
de papel cada fin de semana, o sentarse a asentir
frente al televisor cada final de día (de
lunes a lunes, ya asomados al borde mismo de lo
lunático).
Repárese en la escuálida laxitud
del habla cubana actual, al menos dentro de la
Cuba actual, y las consecuencias serán
evidentes a los efectos -o mejor defectos- de
nuestro lenguaje:
1) énfasis nulo suplantado por una gesticulación
francamente simiesca -sin ánimos de peyorar
a una u otra especie del reino animal-,
2) frases truncas en su porción final
-hálito asmático o tal vez ya de
enfisema,
3) tono monótono -no pasa nada mientras
hablamos: la palabra está aún más
devaluada que el peso patrio-, y
4) un larguísimo etcétera distintivo
de nuestra total carencia de motivación,
nuestra indolencia de realidad, nuestro analfabetismo
intelectual cuya única salida posible es
precisamente la salida a tal embotamiento semántico:
el EXILIO -acaso la última palabra que
los cubanos de Cuba pronunciamos con todo el brillo
de su eufonía (los del exilio supongo que
ya no tanto).
Por lo demás, es muy peligrosa la concepción
de que nadie aquí dentro se toma en serio
la parafernalia teatral en que han convertido
a la verde isla los hombres de rojo. Nadie les
hace mucho caso -como yo misma-, es cierto. Y,
sin embargo -¡y aún con embargo!-,
más tarde o más temprano todos vamos
siendo sumidos y consumidos por la falacia narrativa
de semejantes líderes trocados en cheer-líderes.
Y es que, siendo el escenario existencial uno
solo, de tanto participar a desgana en el show
devenimos el show mismo. Ya ni siquiera nos basta
con elegir las butacas más distantes al
espectáculo -los márgenes, como
lo intentara yo antes de hoy: viernes 10 de octubre
de 2003-, pues entonces de tanto no participar
devenimos una nulidad comunicativa. Y en este
punto me doy el lujo cínico de felicitarme
a mí misma por haber redactado estas líneas
a pesar del eterno ritornelo de una pentarquía
protagonizada por Gerardo, Antonio, Ramón,
Fernando y René...
Aquel dicharacho de que "la vida es algo
demasiado serio para ser tomada en serio"
rezuma aquí un matiz criminal, pues se
apela a anular nuestra actitud positiva de cara
al ser, a negativizar nuestro acuerdo tácito
con el ser: a desentrenar nuestra aptitud ontológica
para que siempre sea el otro quien esté
en condiciones de tomar en serio no sólo
a su vida sino a las nuestras. Se teje así
la asfixiante red de nuestra duermevela nacional,
que no es tanto el "arte de la espera"
como el de nada esperar: paraíso vudú
de once millones de zombis que sólo parecen
revivir de veinte mil en veinte mil cada año.
Tal desvalimiento volitivo en la vida pública
ha desfigurado hasta el último resquicio
de nuestra vida privada. ¿Más ejemplos?
Enseguida: nuestros hijos a diario son interrogados
en sus propias aulas acerca del contenido de las
últimas Mesas Redondas televisadas y/o
los discursos del Gran Hermano -otro término
orwelliano de "1984". No es una mera
formalidad, aún siéndolo, pues las
evaluaciones docentes de esas generaciones perdidas
del mañana dependen, hoy por hoy, de la
calidad política de sus respuestas. Respuestas
que nosotros, sus padres -las generaciones perdidas
del ayer-, por fuerza tenemos que elaborar a diario
antes de, desganada e hipócritamente, hacérselas
memorizar a ellos, acercándolos hacia un
holocausto futuro que creemos estar alejándoles
hoy.
Otro ejemplo sería el bloqueo informacional
interno, que desde hace décadas acorrala
-incluso judicialmente- cualquier bocanada de
lenguaje no chamuscado por la retórica
del poder. Esto simplemente ha hecho añicos
nuestra libre iniciativa y capacidad de argumentación.
Por un lado, carecemos de elementos para expresar
nuestras certezas (o apenas intuiciones), y por
el otro comenzamos a dudar incluso de cómo
leer e integrar el todo de nuestra experiencia
existencial.
En este cuadro seríamos algo así
como fragmentos descoyuntados hasta de eje significante:
partículas más que personas gramaticales,
a las que casi resulta comprensible que se les
prive de derechos humanos, pues su precaria condición
humana resulta ya tan simiesca que... En palabras
del escritor ruso Alexandr Solzhenitzyn (de su
testimonio "Archipiélago Gulag"):
"Hemos perdido la medida de la libertad.
No tenemos forma de saber dónde empieza
ni dónde termina. [...] Ya no estamos seguros
de si tenemos o no derecho a contar nuestra propia
vida".
Recién he leído una novela del
argentino Ernesto Sábato que difícilmente
querrá publicarse en la Cuba actual o en
sus peores pronósticos: "Sobre héroes
y tumbas". Más allá del tema
de la patria como maldición, su título
me sobrecogió al punto de provocarme una
atiborrante pesadilla que, por suerte, no he soñado
más de una vez. En ella, los rostros sonrientes
de los "cinco héroes prisioneros del
imperio" -tal como se les reconoce en pósteres
y camisetas- eran las cinco muecas de sus respectivos
ancianos, que volvían a Cuba para así
cumplir el augurio lanzado por el Gran Hermano
al grito de guerra de "¡volverán!"
Antes de haber literalmente garrapateado estas
líneas, nunca entendí del todo por
qué esa imagen grotesca de Gerardo, Antonio,
Ramón, Fernando y René, me obligó
a saltar entonces hasta la cama de mi pequeña
hija, y abrazarla temblando como si fuese yo quien
hubiera envejecido muchos años -o acaso
estuviera ya a punto de morir. Creo ahora comprender
mejor ese vínculo oculto entre todo héroe
y su (nuestra) tumba, entre todo héroe
y su (nuestro) horror. Ojalá no me sepa
explicar demasiado, pues tampoco es mi intención
soplar las notas de nuestro apocalipsis doméstico.
Pero igual estoy convencida de que el exorcismo
de la escritura es por el momento nuestra única
posible liberación. Y sólo lamento
haberme sumado, consciente pero involuntariamente
-al repetir siete veces a los cinco-, a ese proselitismo
memorístico con que nos han aherrojado
al rojo vivo con los nombres comunes de Gerardo,
Antonio, Ramón, Fernando y René.
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