El
paraíso a 90 millas: vista de la Florida desde
Cuba (y viceversa)
Carlos Alberto Montaner. El
Nuevo Herald, 8 de octubre de 2003.
Pudo ser de otro modo, pero la casualidad determinó
que la Conquista comenzara por las Antillas, donde
originalmente pusieron pie los españoles.
De ahí, desde Cuba, muy pronto irradió
al territorio continental: hacia México
con Cortés y hacia la Florida con Ponce
de León, Pánfilo de Narváez,
Hernando de Soto o Pedro Menéndez de Avilés,
fundador de San Agustín en 1565, ciudad
creada medio siglo antes de que los pasajeros
ingleses del Mayflower desembarcaran medio mareados
rezando pasajes de la Biblia protestante.
La táctica imperial del siglo XVI era
muy simple: se anclaba el centro colonizador en
un punto y a partir de ese núcleo urbanizado
se exploraban y conquistaban nuevos territorios.
A Cuba, y especialmente a La Habana, el azar le
deparó durante siglos ese destino de centro
colonizador, de parada y fonda de los ''Adelantados''
en su permanente búsqueda de nuevos horizontes
en los que clavar el estandarte castellano.
Los otros poderes
Había que darse prisa. Los ingleses, franceses
y holandeses merodeaban por el vecindario disputándole
a España los ''títulos justos''
que Castilla invocaba para legitimar su soberanía
sobre el Nuevo Mundo. ¿Quién era
el papa Alejandro Borgia, ese valenciano libertino,
para dividir el planeta a su antojo y otorgarlo
a españoles y portugueses por medio del
Tratado de Tordesillas?
Era verdad que la costumbre y el Derecho medieval
concedían al Santo Padre la facultad de
entregar al monarca que mejor le pareciera la
soberanía de los ''territorios sin dueño''
a cambio de predicar la fe en Cristo, pero esa
vieja convención chocaba contra el sentido
común: América era mucho más
que un ''territorio sin dueño''. Era un
inmenso universo infinitamente más grande
que los poderes coloniales europeos. El Papa podía
tener razón, pero poca, y la poca que tenía
no le servía de mucho, especialmente en
tiempos en los que las testas coronadas europeas
se rebelaban todos los días contra la devaluada
autoridad moral y política de la Roma del
Renacimiento.
Esa fue la primera percepción de los hispano-cubanos
--por llamarles de algún modo a los españoles
asentados en Cuba-- sobre la Florida: escalón,
puente de mando, punto de partida para otros destinos
imperiales. Había que marcar el territorio
antes de que lo hicieran los otros poderes europeos.
Por eso Menéndez de Avilés funda
San Agustín y enseguida la dota de un fuertecillo
o baluarte. Era una avanzadilla, una marca sobre
el terreno, un mástil para que flotara
el pabellón español y desde ahí
despachar partidas de soldados y curas franciscanos
a continuar ampliando el perímetro de la
Conquista material y espiritual. Había
sí, que derrotar indios, pero el enemigo
real y peligroso no eran los tequestas o los calusas,
pobre gente hambrienta y desarrapada, sino las
tribus europeas, también diestras en el
uso de los cañones, los caballos y los
arcabuces.
La dependencia tranquila
En diez años de mano dura, Pedro Menéndez
de Avilés logró asentar con firmeza
la soberanía española en la Florida.
En ese periodo ahorcó hugonotes franceses
y exterminó indios timucuas hasta dejar
muy claro que en ese rincón del mundo mandaba
Castilla. Y muy sólidos debieron ser los
cimientos que forjara, pues desde San Agustín
los españoles pronto lograron controlar
una enorme porción de América del
Norte que abarcaba la península de la Florida,
las Carolinas y Georgia, imponente territorio
adscrito a la Audiencia y al obispado de La Habana.
Casi dos siglos duró esta etapa tranquila,
casi soñolienta, de dependencia floridana.
Desde La Habana viajaban soldados, curas y funcionarios
que mantenían el orden y poblaban muy lentamente
la remota colonia.
La Corona española, preocupada por el
raquítico censo que arrojaba ese rincón
de su imperio, emitió una Real Orden exigiendo
el traslado casi forzado de familias canarias.
Les ofrecían tierras, animales y un poco
de dinero como estímulo para que emigraran,
pero la medida tuvo poco éxito. Los isleños
preferían La Habana, que tanto se les parecía
a Las Palmas o a Tenerife, e incluso Caracas,
con su clima tercamente hospitalario.
La ignorada guerra mundial
Todo eso cambió súbitamente a partir
de una sangrienta guerra mundial que apenas recuerdan
los libros, pese a ser inmensamente importante
para entender la geografía política
contemporánea: la Guerra de los Siete Años.
En efecto, entre 1756 y 1763 Inglaterra y Francia,
cada una acompañada de sus respectivos
aliados, libraron una batalla planetaria que,
entre otros sitios, se riñó en Europa,
en la India, en Norteamérica y en La Habana.
Como consecuencia de esa guerra, el Canadá
francés pasó a manos británicas
y la ciudad de La Habana fue ocupada por los ingleses.
Pero como consecuencia de la paz, los resultados
fueron aún más dramáticos:
España perdió (temporalmente) la
soberanía sobre las Floridas --entonces
eran dos, la oriental y la occidental--, pero
recuperó La Habana y asumió el poder
(también temporalmente) sobre la Louisiana.
Mas ahí no terminó la disputa.
Los franceses, profundamente humillados, apenas
una década más tarde vieron la oportunidad
perfecta para vengarse: la rebelión de
las Trece Colonias contra Inglaterra. Y como en
París y Madrid mandaban dos primos borbones,
enseguida establecieron un pacto para ayudar a
los americanos insurrectos, dotándolos
con dos millones de libras --un millón
por monarca--, y estableciendo simultáneamente
un sistema de avituallamiento de armas, explosivos
y soldados que solían viajar desde Cuba
en auxilio de las tropas de George Washington.
La verdad es que las cancillerías francesa
y española no tenían demasiado aprecio
por el experimento republicano de los estadounidenses,
pero esos remilgos ideológicos pesaban
mucho menos que la inquina invencible que les
provocaban los ingleses y la voluntad de recuperar
los territorios arrebatados poco antes por la
"pérfida Albión''.
Dentro de ese espíritu, en 1779, tras
declararle formalmente la guerra a Inglaterra,
las tropas españolas invaden la Florida
occidental y, en 1781, al mando de Bernardo Gálvez,
gobernador de Louisiana, un brillante soldado
fogueado y herido en varias batallas, toman San
Carlos de Panzacola a sangre y fuego al frente
de una expedición salida de La Habana.
El pabellón castellano volvía a
ondear en tierras floridanas, y Cuba, como siempre,
había sido la escala fundamental de la
batalla. No en balde Felipe II se refería
a la isla como "la llave de las Indias''.
Estados Unidos se convierte en la llave de las
Indias
Pero en la casa del pobre --España ya
era pobre en ese momento-- la felicidad no dura
mucho. Exactamente, 40 años. Y así
fue: en 1819 el rey Fernando VII de España,
al frente de un país en crisis, se ve obligado
a ceder la soberanía de la Florida a la
pujante nación americana.
El aliado de la víspera se había
vuelto un voraz adversario que tomaba como pretexto
las escaramuzas con los indios para penetrar con
sus tropas en tierras floridanas. Nada menos que
Andrew Jackson encabeza la ''persecución
en caliente'' de los nativos montaraces. España
está demasiado débil para ofrecer
resistencia a los norteamericanos o para controlar
a los indígenas. Las guerras de independencia
latinoamericanas la desangran. La corona española,
resignada, opta por vender el territorio en 1819.
La Península que entrega está moteada
por unos cuantos pintorescos poblados españoles:
San Agustín, Panzacola --luego Pensacola--,
Talajasi, Tampa y Fernandina son los más
visitados. Cayo Hueso, curiosamente, no entra
en el pacto. Eso ocurrirá dos años
más tarde, cuando un tal Juan Pablo Salas,
propietario del islote, se lo vende por dos mil
dólares a un norteamericano llamado John
W. Simonthon. Salas estaba seguro de haber hecho
un buen negocio: en el cayo no había agua
potable.
¿Cómo ocurrieron esos hechos? El
punto de inflexión fue la Revolución
Francesa. En 1789, como se sabe, hubo en París
una sublevación general que en su primera
etapa culminó con el arresto domiciliario
del monarca Luis XVI y de su adorablemente tonta
esposa, María Antonieta. Luis descendía
de los Borbones y su augusta mujer de los Habsburgo.
Era imposible mayor cantidad de nobleza bajo sus
gloriosas pelucas, pero eso no impidió
que en 1793 ambas cabezas rodaran rebanadas por
la guillotina.
Y ahí ardió Troya, quiero decir,
Europa, porque casi todas las familias reales,
España incluida --el rey Carlos IV había
perdido a su amado primo-- enviaron sus tropas
a poner orden en la rebelde y desordenada Francia.
Sólo que la poderosa infantería
francesa consiguió derrotar a los invasores
y, de paso, crear el ejército más
numeroso y eficaz de su época. Entonces
un tenientillo de origen corso apellidado Bonaparte
se distinguió como artillero. Pocos años
más tarde pondría al mundo de rodillas
con sus certeros cañonazos.La derrota española
en su guerra contra París tuvo resultados
imprevistos: Madrid se vio forzada a cambiar su
sistema de alianzas y se convirtió en una
especie de protectorado francés, la soberanía
de Louisiana revirtió sobre Francia, y
Napoleón en 1803, con el objeto de perjudicar
a los ingleses fortaleciendo a los norteamericanos,
le vendió a Jefferson por tres millones
de dólares la propiedad, la soberanía
y el control de Louisiana, un territorio algo
mayor que las trece colonias originales.
A partir de ese momento, una vez asumido por
Washington el territorio de Louisiana y luego
de la Florida, no sólo termina la influencia
de Cuba sobre el sur de Estados Unidos, sino se
invierte esta relación histórica
y comienza de una manera enérgica la influencia
de Estados Unidos en la vecina isla.
Tierra de refugiados
Cuando España cedió la Florida,
casi todos los habitantes de la zona, unos cinco
mil, liaron sus bártulos y se fueron a
México y a Cuba. El territorio quedó
casi despoblado de personas de origen europeo,
salvo los soldados norteamericanos que en número
creciente se trasladaron a hacerles la guerra
a los indios, y muy especialmente a los pendencieros
seminolas acaudillados por el incansable Osceola.
A mediados del siglo XIX ya Estados Unidos estaba
en total control de la Florida, los indios habían
sido derrotados, el territorio se había
convertido en Estado y los cubanos comenzaban
a buscar refugio en la antigua colonia. Uno de
ellos, el más ilustre, fue nada menos que
el prebístero Félix Varela. De niño
había vivido en San Agustín bajo
bandera española, donde su tío era
coronel, y de adulto regresaba a la ciudad como
cura católico a morir lleno de nostalgia
por Cuba, protegido por la autoridad norteamericana.
Era una metáfora de lo que estaba por
venir. Varela inauguró una tendencia histórica.
El mismo año de su muerte, 1853, nacía
en La Habana José Martí, y en 1868
comenzaba en la Isla la Guerra de los Diez Años.
Inmediatamente se inició el éxodo
hacia Cayo Hueso de personas que huían
de la candela mambisa o de la contracandela española.
En esa época no hacían falta visa
ni permisos especiales: sólo un velero
y ganas de votar con los remos. Los tabaqueros
y los pescadores fueron los primeros en llegar
al Cayo que todavía no había perdido
su original contorno hispano. Aún se hablaba
con respeto de Narciso López, quien había
recalado en el cayo tras su primer fracaso expedicionario.
Ya era ''Key West'', y había una estación
naval estadounidense, pero para los cubanos seguía
siendo una extensión de la patria.
En 1870 cubanos y españoles --era muy
difícil precisar donde terminaba uno y
comenzaba el otro-- ya habían fundado en
Cayo Hueso 29 fábricas de tabaco. En 1880
eran 44. La cifra que aporta la historiadora Miriam
Rodríguez es impresionante: 18,000 cubanos
torcían y empaquetaban tabaco --más
de 20 millones de habanos--, pescaban esponjas
o prestaban diversos tipos de servicios en el
Cayo. Diez años más tarde, creada
Ibor City en Tampa por emigrantes de Cayo Hueso,
las manos cubanas en Florida producían
100 millones de puros. Escondida en uno de esos
puros, por cierto, viajó a Cuba la orden
de alzamiento que daría inicio a la guerra
del 95.
No es, pues, una casualidad que José Martí
anunciara la creación del Partido Revolucionario
Cubano en la sede del Instituto San Carlos de
Cayo Hueso. Cayo Hueso era entonces la mayor cantidad
de Cuba que se podía encontrar fuera de
la Isla. Según Patria --el periódico
de Martí--, de acuerdo con la citada profesora
Rodríguez, los millares de cubanos avecindados
en el cayo --en ese momento unos 12 000-- pertenecían
a 72 asociaciones, casi todas patrióticas,
y colaboraban con entusiasmo con la causa independentista.
Soñaban, algún día, volver
a la isla grande de la que habían partido.
La República y la Península
En 1898, tras la derrota de España a manos
norteamericanas, comenzó la voluntaria
repatriación de los cubanos. Al principio
fue un movimiento tímido, pero luego cobró
fuerza. Se supone que unos cien mil cubanos o
hijos y nietos de cubanos viajaron de Estados
Unidos a Cuba entre 1898 y los primeros años
de la República. Muchos de ellos habían
adquirido buena formación y una eficiente
manera de trabajar. Probablemente --nadie lo ha
estudiado-- le dieron un gran impulso a la flamante
nación independiente.
En todo caso, los lazos entre Cuba y Estados
Unidos cobraron de pronto una insospechada proximidad.
Una de las medidas más generosas de la
ocupación norteamericana del 98 fue enviar
un millar de maestros cubanos a Harvard durante
un verano lleno de ilusiones y sobresaltos. Una
joven historiadora cubano-americana, Paola Tartakoff,
lo ha estudiado con curiosidad y esmero. Parece
que los criollos y criollas se comportaron a la
altura de las circunstancias, aunque nunca se
llegaron a medir los resultados objetivos de ese
seminario de formación pedagógica.
La Florida a partir de ese momento siguió
siendo un destino para acoger cubanos cada vez
que torpemente destruíamos la convivencia
civilizada. Durante la guerra de 1906 algunos
de los alzados se refugiaron en Florida. Volvió
a ocurrir en 1917, a los acordes de La Chambelona.
Durante el machadato es que aparece Miami en nuestro
mapa político. La ciudad se ha convertido
en un amable balneario y allí recalan los
antimachadistas a reorganizarse. En el 44, cuando
Batista abandona la presidencia, se traslada a
Daytona Beach a vivir su exilio dorado. Cuando
vuelve al poder por la fuerza, a partir de 1952,
Miami se torna un punto de encuentro para exiliados
y conspiradores.
En 1959, se cruzan en el aire quienes escapan
de la llegada de Castro a La Habana y quienes
acuden a sumarse al triunfo. Poco después
los vuelos serían en una sola dirección.
Tanto, que el sur de la Florida parece que regresa
a sus orígenes hispanos: se cubaniza. Es
un refugio contra los rigores del infierno. O
es la versión cubana del paraíso.
Depende de quien haga el cuento.
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