SOCIEDAD
De príncipe a mendigo: historia de un linotipista
LA HABANA, octubre (www.cubanet.org)
- Todavía Goyo recuerda aquel día
de marzo del 59 en que Fidel Castro, acabado de
bajar de las montañas de la Sierra Maestra,
hizo una visita a los talleres del periódico
El País, donde trabajaba en esos años,
en la calle Reina No. 158.
Acompañado de Armando Hart, la escolta
y sus aparentes buenas intenciones, justificó
el cierre del periódico con la buena nueva
de que allí se imprimiría propaganda
revolucionaria.
Goyo era un consumado linotipista que trabajaba
desde los 16 años para este periódico.
Primero había comenzado como vendedor,
luego como repartidor y más tarde este
último oficio, para el que tuvo que aprender
álgebra y matemática.
Su dedicación al trabajo le había
ganado la confianza de sus jefes. Muchos de sus
compañeros pensaban que algún día
Goyo ocuparía un alto puesto en el periódico,
pero tales esperanzas se vieron frustradas con
la llegada del barbudo.
El mismo día que la imprenta se dedicó
a imprimir folletos revolucionarios, Goyo quedó
excedente junto a una docena de trabajadores.
Como compensación a su despido se le dio
una carta acreditando que Goyo podía trabajar
en cualquier imprenta del país, y 6 meses
de salario. Pero la carta de nada le sirvió,
el dinero lo gastó en menos de seis meses
y estuvo casi un año en que no encontró
nada que se ajustara a su oficio.
Recorrió todas las imprentas de La Habana
y en todas le ofrecían lo mismo: mozo de
limpieza por 3 pesos diarios. Tal vez por orgullo
o porque este salario no le alcanzaba ni para
el transporte diario, tuvo que vender la moto
y no aceptó ninguna oferta.
Sin casa ni trabajo comenzó una vida de
nómada que lo llevó a varias terminales
y funerarias, hasta que al fin un hermano le regaló
una casucha abandonada en las afueras de Arroyo
Naranjo. Una vez instalado comenzó a trabajar
como vendedor de viandas que traía de lugares
tan lejanos como Artemisa y Guanajay.
Junto a sus fracasos, el malvivir y un régimen
que proyectaba durar más de lo debido,
una caneca de ron empezó a acompañarlo
a todas partes. En cualquier esquina el alcohol
lo rendía, obligándolo a dormir
por horas, cosa que aprovechaban muchos para robarle
su carga.
Su cuerpo también sufrió los rigores
de esta nueva vida. De las manchas de tinta pasó
a tener la piel cubierta de una costra negra y
llagas en los pies debido a las caminatas.
Cuando cumplió 60 años no quiso
aceptar la pensión de retiro a la que tiene
derecho, por considerarla una "limosna"
de un gobierno que odia.
Hoy, con sus 79 años, jorobado, una vida
de saltimbanqui que todavía recorre los
campos en busca de viandas para vender, Goyo sigue
sin aceptar nada del sistema.
Todavía hoy se le puede ver en las terminales
de Santiago de las Vegas, esperando un camión
para Quivicán o el Gabriel, o tal vez la
invitación de cierta dama misteriosa y
cruel que lo haga descansar para siempre. cnet/32
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