La
lengua del castrismo
Rafael Rojas. El
Nuevo Herald, 14 de noviembre de 2003.
Uno de los testigos privilegiados del nazismo,
Victor Klemperer, dedicó un libro al estudio
del férreo y sofisticado control que ejerció
la dictadura hitleriana sobre el habla de los
alemanes. El texto de Klemperer, La lengua del
Tercer Reich, y el interés de Stalin por
la lingüística rusa deberían
bastarnos para advertir la importancia que el
totalitarismo concede al lenguaje. Un régimen
simbólicamente hermético, como el
totalitario, ejerce su dominio por medio de las
palabras. De ahí que no sólo produzca
algunos términos que movilizan el odio
al enemigo, que es el sentimiento básico
del totalitarismo, sino que combata otros, cuyos
significados pueden amenazarlo.
Es muy conocido el rosario de términos
peyorativos ideado por el castrismo para denigrar
a opositores y exiliados: gusanos, mercenarios,
traidores, terroristas, escoria, mafia... Pero
este autoritarismo lingüístico no
se agota en la fabricación de calificativos
humillantes. Toda vez que su función es
combatir significados peligrosos, también
intenta deslegitimar aquellas palabras que crean
un campo semántico positivo para la crítica
o la oposición al régimen.
En el caso del gobierno de Fidel Castro, este
control del habla se manifiesta por medio de una
guerra etimológica contra dos palabras
incómodas: exilio y disidencia.
Los ataques del régimen cubano a la noción
de exilio podrían ser documentados de múltiples
formas. En México le escuché la
siguiente afirmación a un escritor incondicional
de Fidel Castro: ''¿Por qué hablar
de exilio? Martí no hablaba de exilio,
hablaba de emigración''. Martí,
en efecto, usó más la palabra emigración
que la palabra exilio, pero esto se debía
a que en el lenguaje de su época el exilio,
esto es, el abandono del país por oposición
a un gobierno, estaba asociado al castigo del
destierro: la deportación que el propio
régimen aplicaba contra sus opositores.
En el habla oficial del castrismo no existe la
palabra exilio. Existe, eso sí, el término
de ''contrarrevolución externa'', que,
por supuesto, asume el mismo significado desde
1959 hasta la fecha, desde Manolo Ray hasta Carlos
Alberto Montaner. Y existe, sobre todo, el de
''emigración económica'', es decir,
el éxodo de centenares de miles de cubanos
que no soportan los sacrificios que demanda el
socialismo y que se largan a cualquier ciudad
del planeta, arriesgando tantas veces la propia
vida, no porque desaprueben el régimen
político, sino porque tienen "altas
expectativas de bienestar material''.
En la retórica gubernamental de este insólito
marxismo tampoco existen las palabras disidencia
u oposición. En dos piezas recientes del
lenguaje totalitario, que deberán exhibirse
algún día en el museo de la propaganda
revolucionaria, Los disidentes (La Habana, Editora
Política, 2003) de Rosa Miriam Elizalde
y Luis Báez, y El Camaján (La Habana,
Editora Política, 2003) de Arleen Rodríguez
y Lázaro Barredo, toda la bajeza y mezquindad
de un periodismo servil y apologético se
ponen en función de despojar de cualquier
contenido positivo las palabras disidencia y oposición.
En Cuba, según estos autores, no hay,
no puede haber disidencia porque Estados Unidos
es el único opositor posible del gobierno
de Fidel Castro, que es el verdadero disidente
mundial. De haberla, sería pues una disidencia
entre comillas, falsa, subordinada al enemigo
externo. En el lugar que legítimamente
ocupa esa disidencia cubana, la oposición
democrática y soberana de la isla, el gobierno
de Fidel Castro ordena que se vea una ''contrarrevolución
interna'', una extraña ''brigada de mercenarios''
pacíficos y moderados que propone reformas
constitucionales a la Asamblea Nacional de Poder
Popular.
Victor Serge, el gran escritor ruso-francés
que, como Trotsky, llegó a México
huyendo de Stalin, decía en sus Memorias
de un revolucionario que lo que menos tolera el
totalitarismo es el ''sentido crítico'',
el ''derecho a pensar diferente'', y por eso se
''empeña en exterminarlo'' a través
de la difamación (''no eres disidente'')
o el escamoteo (''el disidente soy yo''). Serge,
encarnación de la disidencia y el exilio
antiestalinistas, alertaba que mientras un disidente
interroga, niega, discrepa y argumenta, en un
ejercicio cabal de esa "intransigencia tolerante''
que lo caracteriza, el poder totalitario lanza
"ráfagas de injurias, proferidas a
voz en cuello, para tratar de cubrir su voz''.
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