DESDE
LA CARCEL
Príncipe de mis juegos
A Rosa Miriam
Elizalde, "Amiga" de mi hijo Manolo
Manuel Vázquez Portal, condenado a 18 años
de prisión.
CÁRCEL DE AGUADORES, noviembre (www.cubanet.org)
- Mis padres lo nombraban Arturo y nosotros inventamos
nuestro Camelot particular. Entonces nuestras
Ginebras no tenían miradas. Con el tiempo,
a la mía le puse el rostro de Yolanda.
Pero eso fue después, cuando ya habíamos
perdido el bosque de Brocelandia y Merlín
nos explicara que la magia era asunto de niños
y poetas. Primero fuimos niños, más
tarde escribí versos, pero el poeta seguía
siendo él, y yo empecinado en no crecer,
en desmentir a Merlín.
Nos espigamos en el potrero y la cañada.
Abatimos pájaros incontables. Cabalgamos
las ramas más altas; sudamos, a nado, los
canales, las lagunas. Comimos pomarrosas, caimitillos.
Dibujamos de orina los trillos polvorientos a
ver quién más lejos llegaba con
la tierna fontana. Nos hicimos amigos -él
es menor que yo-, apenas pudo tensar las ligas
del tirapiedras. Hoy ya escasean las torcazas
y tenemos preocupaciones ecológicas.
Las espaldas retintas de sol, espejeantes de
sudor. Los pies, a piel contra los guijarros.
Mi madre que reprobaba: "Si no tuvieran zapatos
les daría pena andar descalzos". Mi
padre, que nos incitaba a domar la potranca. "¡Arriba!"
nos decía: "Cuando un hombre doma
un caballo, la vida, por mucho que corcovee, no
lo derriba, y si lo hace, ya sabe sacudirse las
nalgas y volver a encaramarse". Mi hermano
Darío -otro nombre de rey- que fumaba a
hurtadillas, bigote de pelusa, onanista incipiente
en los breñales, se burlaba de nuestros
traserazos sobre el lomo de la potra. Pero la
domamos antes del atardecer.
Aprendimos a erguirnos cuando la vida se encaprichó
en tumbarnos. Enlunados, sin saber aún
el nombre de las lunas, nos enyuntamos para aventurear.
"No alcanzarás ese mango", me
dijo. Era el atardecer y el sol, desmayándose,
ponía en la fruta un oro azuzador de la
epopeya. "Por más alto que esté,
se lo regalaremos a Xiomarita", le respondí
y salté gajos arriba, sin mirar que el
árbol copudo desafiaba las nubes.
Xiomarita tenía entonces, para defenderse,
la ferocidad de cinco florecillas de naranjo en
la boca. Ya había yo agarrado el mango.
La rama débil crujía. Un hojerío
veloz contra mis orejas. Un sapazo en la yerba.
El afilado fondo de botella contra el calcañal.
Una tonterita sabrosa en la cabeza. La mano aferrada
aún al fruto conquistado. "¡Arriba!",
oí, con el recuerdo, la voz de mi padre.
No sabía si me había tumbado la
potranca o la vida. "¡Arriba!",
repitió una voz más cercana. Sus
hombros bajo mi brazo, izándome, el rostro
afanoso, pero sin susto, mi muleta de amor levantándome.
"No es nada", le dije. "Casi nada",
me dijo con infantil cinismo mientras, con pulso
firme, desencarnaba el fondo de botella agresor
de mi calcañal, ya tinto de sangre, y como
un guerrero bravío atravesó maniguas,
chapaleó lodos, tramontó cuestas.
Mi madre, con las manos alarmadas en la cabeza:
"Otra cicatriz, ¿cuántas te
faltarán?"
Las cicatrices de la infancia son ahora una historia
romántica. Una estampa grabada en la piel,
que salta ante los ojos y cuenta su leyenda. La
de la ceja, sobre el ojo derecho, me devuelve,
lindísima y traviesa a mi prima Yaderys
Castellón Portal: un hierro lanzado sin
mirar, y ahí estaba mi cabeza, atravesada
en la parábola fatal. ¿Dónde
estará Yaderys, qué ciudad ajena
verá pasar sus canas disimuladas bajo el
tinte engañoso?
La del codo, redonda como un balazo, ésa,
cuando aún era herida, me la curó
otra prima: alta, rubia, con ojos de arboleda
y pecas en los muslos que en un cruzar de piernas
descuidado, yo descubrí entre atónito
y goloso, y una cosquilla jubilosa me recorrió
la espalda. Tenía, ha de tener aún,
un nombre luminoso: Victoria Díaz Portal.
También en ciudad ajena, y quizás
sea ella quien llama por teléfono, desesperada,
por saber de mi suerte. Las otras cicatrices las
escondo en lugares secretos. Me las hicieron Luisas,
Estheres y Mercedes, tersas reinas de Saba que
me aguaron los sesos. Y entonces Arturito, otra
vez Arturito. "Tómate este ronazo
y regresa al camino. Hay un recodo oculto del
amor que te espera". Y otra herida, otra
desgarradura, llegada de Moscú, de Sofía,
de Caracas. Otro oscuro sangrar, moquearse, lagrimear.
¡Y qué sutil, segura, serena, sideral
me esperaba Yolanda! ¡Aquí acabó
tu historia, Manuel Vázquez" Me dio
un beso y un hijo, al que dimos el nombre de un
arcángel, la cicatriz mayor: 28 puntadas
en su espalda y yo preso, esposado, rezando tras
las rejas, rogándole al señor que
guiara la mano del sabio cirujano.
"Cuál es su culpa, coño, ¿escribir
como un ángel o quizás como un diablo?
Un país donde el verso, la palabra, la
idea se convierte en culpa, deja de ser país",
cuenta mi hermana Ña que dijo el rey Arturo.
Pero esta vez no hallaba, por más que la
buscó, su espada Excalibur. Se fue a la
antigua Persia y bebió con Darío
hasta vaciar los cráteras, asolar las bodegas.
Eran reyes vencidos. Se alzó entonces del
zócalo: los puños desafiantes, la
voz como del trueno, el seño patriarcal,
el padre vencedor. "Arriba", dijo "¡Arriba!"
Y mi hermano Darío y mi hermano Arturito
se vieron sobre el potro más cerril del
corral. "Hay que domar el tiempo o el tiempo
nos devora", dijo el viejo y se fue de nuevo
a su panteón. Mi madre lo esperaba ansiosa
de noticias. "Yo crié tres varones",
dijo el viejo Manolo antes de echar los huesos
otra vez en la urna.
Arturo se fue al patio de la casa paterna. Trinaba
el azulejo en su jaula de güines. Quizás
se vio otra vez de niño esperanzado, conjurador
de maleficios, regresado a la magia del Camelot
perdido. "En esta casa no habrá más
cárceles", y se sentó en el
sillón donde la vieja Eva balanceaba sus
ensueños, para esperar por mi regreso,
y comenzar de nuevo.
|