PRENSA INDEPENDIENTE
Noviembre 5, 2003

DESDE LA CARCEL
Príncipe de mis juegos

A Rosa Miriam Elizalde, "Amiga" de mi hijo Manolo

Manuel Vázquez Portal, condenado a 18 años de prisión.

CÁRCEL DE AGUADORES, noviembre (www.cubanet.org) - Mis padres lo nombraban Arturo y nosotros inventamos nuestro Camelot particular. Entonces nuestras Ginebras no tenían miradas. Con el tiempo, a la mía le puse el rostro de Yolanda. Pero eso fue después, cuando ya habíamos perdido el bosque de Brocelandia y Merlín nos explicara que la magia era asunto de niños y poetas. Primero fuimos niños, más tarde escribí versos, pero el poeta seguía siendo él, y yo empecinado en no crecer, en desmentir a Merlín.

Nos espigamos en el potrero y la cañada. Abatimos pájaros incontables. Cabalgamos las ramas más altas; sudamos, a nado, los canales, las lagunas. Comimos pomarrosas, caimitillos. Dibujamos de orina los trillos polvorientos a ver quién más lejos llegaba con la tierna fontana. Nos hicimos amigos -él es menor que yo-, apenas pudo tensar las ligas del tirapiedras. Hoy ya escasean las torcazas y tenemos preocupaciones ecológicas.

Las espaldas retintas de sol, espejeantes de sudor. Los pies, a piel contra los guijarros. Mi madre que reprobaba: "Si no tuvieran zapatos les daría pena andar descalzos". Mi padre, que nos incitaba a domar la potranca. "¡Arriba!" nos decía: "Cuando un hombre doma un caballo, la vida, por mucho que corcovee, no lo derriba, y si lo hace, ya sabe sacudirse las nalgas y volver a encaramarse". Mi hermano Darío -otro nombre de rey- que fumaba a hurtadillas, bigote de pelusa, onanista incipiente en los breñales, se burlaba de nuestros traserazos sobre el lomo de la potra. Pero la domamos antes del atardecer.

Aprendimos a erguirnos cuando la vida se encaprichó en tumbarnos. Enlunados, sin saber aún el nombre de las lunas, nos enyuntamos para aventurear. "No alcanzarás ese mango", me dijo. Era el atardecer y el sol, desmayándose, ponía en la fruta un oro azuzador de la epopeya. "Por más alto que esté, se lo regalaremos a Xiomarita", le respondí y salté gajos arriba, sin mirar que el árbol copudo desafiaba las nubes.

Xiomarita tenía entonces, para defenderse, la ferocidad de cinco florecillas de naranjo en la boca. Ya había yo agarrado el mango. La rama débil crujía. Un hojerío veloz contra mis orejas. Un sapazo en la yerba. El afilado fondo de botella contra el calcañal. Una tonterita sabrosa en la cabeza. La mano aferrada aún al fruto conquistado. "¡Arriba!", oí, con el recuerdo, la voz de mi padre. No sabía si me había tumbado la potranca o la vida. "¡Arriba!", repitió una voz más cercana. Sus hombros bajo mi brazo, izándome, el rostro afanoso, pero sin susto, mi muleta de amor levantándome. "No es nada", le dije. "Casi nada", me dijo con infantil cinismo mientras, con pulso firme, desencarnaba el fondo de botella agresor de mi calcañal, ya tinto de sangre, y como un guerrero bravío atravesó maniguas, chapaleó lodos, tramontó cuestas. Mi madre, con las manos alarmadas en la cabeza: "Otra cicatriz, ¿cuántas te faltarán?"

Las cicatrices de la infancia son ahora una historia romántica. Una estampa grabada en la piel, que salta ante los ojos y cuenta su leyenda. La de la ceja, sobre el ojo derecho, me devuelve, lindísima y traviesa a mi prima Yaderys Castellón Portal: un hierro lanzado sin mirar, y ahí estaba mi cabeza, atravesada en la parábola fatal. ¿Dónde estará Yaderys, qué ciudad ajena verá pasar sus canas disimuladas bajo el tinte engañoso?

La del codo, redonda como un balazo, ésa, cuando aún era herida, me la curó otra prima: alta, rubia, con ojos de arboleda y pecas en los muslos que en un cruzar de piernas descuidado, yo descubrí entre atónito y goloso, y una cosquilla jubilosa me recorrió la espalda. Tenía, ha de tener aún, un nombre luminoso: Victoria Díaz Portal. También en ciudad ajena, y quizás sea ella quien llama por teléfono, desesperada, por saber de mi suerte. Las otras cicatrices las escondo en lugares secretos. Me las hicieron Luisas, Estheres y Mercedes, tersas reinas de Saba que me aguaron los sesos. Y entonces Arturito, otra vez Arturito. "Tómate este ronazo y regresa al camino. Hay un recodo oculto del amor que te espera". Y otra herida, otra desgarradura, llegada de Moscú, de Sofía, de Caracas. Otro oscuro sangrar, moquearse, lagrimear. ¡Y qué sutil, segura, serena, sideral me esperaba Yolanda! ¡Aquí acabó tu historia, Manuel Vázquez" Me dio un beso y un hijo, al que dimos el nombre de un arcángel, la cicatriz mayor: 28 puntadas en su espalda y yo preso, esposado, rezando tras las rejas, rogándole al señor que guiara la mano del sabio cirujano.

"Cuál es su culpa, coño, ¿escribir como un ángel o quizás como un diablo? Un país donde el verso, la palabra, la idea se convierte en culpa, deja de ser país", cuenta mi hermana Ña que dijo el rey Arturo. Pero esta vez no hallaba, por más que la buscó, su espada Excalibur. Se fue a la antigua Persia y bebió con Darío hasta vaciar los cráteras, asolar las bodegas. Eran reyes vencidos. Se alzó entonces del zócalo: los puños desafiantes, la voz como del trueno, el seño patriarcal, el padre vencedor. "Arriba", dijo "¡Arriba!" Y mi hermano Darío y mi hermano Arturito se vieron sobre el potro más cerril del corral. "Hay que domar el tiempo o el tiempo nos devora", dijo el viejo y se fue de nuevo a su panteón. Mi madre lo esperaba ansiosa de noticias. "Yo crié tres varones", dijo el viejo Manolo antes de echar los huesos otra vez en la urna.

Arturo se fue al patio de la casa paterna. Trinaba el azulejo en su jaula de güines. Quizás se vio otra vez de niño esperanzado, conjurador de maleficios, regresado a la magia del Camelot perdido. "En esta casa no habrá más cárceles", y se sentó en el sillón donde la vieja Eva balanceaba sus ensueños, para esperar por mi regreso, y comenzar de nuevo.



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