PRENSA INDEPENDIENTE
Noviembre 3, 2003

SOCIEDAD
El guajiro y su cría (I)

LA HABANA, noviembre (www.cubanet.org) - Del mismo modo que la campiña cubana no es tal cuando de ella está ausente la palma y el trinar del sinsonte, el guajiro sin su cría de animales no es guajiro verdadero.

Pero el guajiro, en realidad, apenas existe en nuestros campos. Me refiero al guajiro conceptuado como aquel campesino de siempre que vivía y trabajaba en su pedazo de tierra, bajo el techo de un bohío y al amparo y calor de la familia.

La ley de Reforma Agraria fue una trampa tendida cuya promesa era fortalecer y ensanchar al campesinado, pero cuya verdadera intención era acabar con el guajiro para convertirlo en un trabajador asalariado. En un miembro del enorme aparato estatal agrario a cuya sombra perdería su individualidad, transformándose en un elemento del enorme engranaje totalitario.

Atrás quedarían aquellos tiempos cuando el guajiro y su cría eran compañeros de la manigua. Usuarios del arroyuelo, beneficiarios de la sombra de los framboyanes y los algarrobos. Caminantes de la vereda que, entre pastizales y sementeras, conducía al camino real bajo el sol de las tardes y envueltos en el perfume de los limoneros y los jazmines.

Sólo vive en el recuerdo la yegua pinta con sus serones o alforjas repletas de viandas, frutas y hortalizas, que el guajiro llevaba a vender al pueblo cercano, y por cuya venta traía al hogar otros productos que no eran de la tierra.

Tampoco tiene al brioso alazán con el que los domingos salía a cabalgar hasta la casa de un compadre, o iba al pueblo en pos de una diligencia; siempre luciendo su guayabera y sus polainas bien lustrosas como para que compaginaran con el brillo de las espuelas plateadas.

Hoy, los guajiros sobrevivientes se abstienen de poseer una bestia, por muchas y muy diversas razones.

En los pueblecitos, caseríos y otras pequeñas localidades era muy extraño el robo de un animal. Por lo común, las aves se criaban confundiéndose entre sí, y sólo los dueños podían diferenciarlas.

En la plazoleta, en medio del caserío, andaban a su antojo y albedrío los más diversos ejemplares de la fauna doméstica, como prolongación y expresión de la fraternidad de los lugareños.

Entonces el robo de animales entre vecinos era algo desconocido; casi impensable; mas si un pillo era atrapado o visto robándose una gallina, se granjeaba el repudio de todos, y sobre él y su familia caía el pesado fardo del descrédito, hasta que optaba por irse de la localidad. Entonces el guajiro y su cría eran una realidad.

Pero un día el sereno de las noches y la humedad del rocío matutino vinieron cargados de un aire ponzoñoso y entre el grano de maíz creció la cizaña. Entonces en el vecindario apareció el Comité de Defensa, con su presidente y su responsable de vigilancia. Los lugareños se vistieron de milicianos y los primeros militantes recibieron sus carnés, que los acreditaba como miembros del Partido Comunista. Desapareció definitivamente el pastor evangélico que anunciaba el reino de paz y amor, y se hizo frecuente la presencia del instructor político. Se entregaron manuales y cartillas con los cuales la gente aprendía a leer y escribir, a obedecer, a odiar, a maldecir.

Para los escasos guajiros de monte adentro es igualmente difícil la crianza de animales domésticos. Ya la mujer del guajiro no ve despreocupada el crecimiento y la multiplicación de su cría, a la que cada día convocaba temprano en la mañana, cuando, obsequiosa, le regalaba granos de arroz y de maíz. Era, por su generosidad, que en el patio del bohío se congregaran la gallina y su pollada; el pavo real abría su abanico de plumas, y el gallo de larga cola enseñaba su cresta de puntas y sus barbillas purpurinas. Toda la fauna reunida se alegraba. El perro ladraba de contento, el potro lanzaba su relincho, el chivo su berrido y hasta el gato maullaba de gozo. cnet/03



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